En medio del agua brillaba una moneda de diez pesos con el centro de plata, de esas que incluso dicen nuevos pesos. Alguien la había perdido. La cogí. La sequé. Y me vinieron muchas ideas a la mente, un déjà vu incluso ‑soy un vividor de los déjà vues y sospecho que ya estoy reciclando mi existencia‑.
Venía una noche de casa de Laura, quien al final de la carrera era mi novia, caminé dos calles hasta la parada del camión en contraflujo y cuando estaba próximo a subirme preparé el cambio y se me cayó una moneda de 100 pesos, de esas doradas que tenían a Carranza al frente. La moneda quedó en un charco lodoso. No la levanté. Al Ruta 100 que esperaba le tocó una luz en rojo. Un minuto después subí al camión en el carril de contraflujo de Ermita. Un señor dijo “No la va a levantar” y se agachó y la tomó. Para entonces esos 100 pesos estaban por convertirse en 10 centavos y habría requerido otra moneda igual para conseguir un penny. Sería como si hoy se me cayera una moneda de 50 centavos en un charco. Y sin embargo, 17 años después una moneda de 10 pesos con el centro de plata llegó a mis manos tras mojarme las manos en agua sucia.
No encontré la moneda en una zona opulenta que me hiciera pensar que alguien más la había despreciado, como yo en su momento desprecié la de 100 pesos. Tampoco en una zona tan pobre en la que detrás de esta moneda hubiera alguien sin poder abordar el transporte público por haber perdido su dinero para ello, pero fue una de las primeras imágenes que me vino a la mente. Alguien caminando kilómetros hasta su casa por carecer de dinero para el micro, o alguien pidiendo a otro que le ayudara a completar su pasaje. En una situación más difícil esa moneda habría pagado no sólo el viaje de regreso a casa, sino al día siguiente el necesarísimo viaje al trabajo.
Todos nos hemos encontrado alguna vez una moneda. La primera, en mi caso, fue de 50 centavos de níquel, con Cuauhtémoc al frente, cuando a penas tenía 5 años. Fue en el kínder y llegué a la tienda a preguntar para qué me alcanzaba. Yo quería un chocolate, pero sólo me sirvió para un dulce.
También he perdido monedas. Me ocurre seguido dentro del coche. Poco a poco van apareciendo de vuelta, pero desde luego que muchas quedan para el afortunado lavador o acomodador que se la encuentra. Ahí es donde uno siente el dinero va y viene.
Siempre he pensado que deberíamos instituir el día de la fortuna. La noche previa todos saldríamos a la calle y tiraríamos una moneda de un peso con la consigna de no recoger ninguna otra. Al día siguiente, celebrando el día de la fortuna, todos recogeríamos sólo un peso, distinto del que hubiéramos dejado. En una sociedad con mucha confianza casi todos respetarían la regla sagrada de no recoger más de un peso y siempre dejar un peso. En una sociedad como la nuestra, lamentablemente, quien esperara toda la noche se quedaría sin cosechar fortuna. Tampoco pensaríamos que alguien obtuviera miles de pesos tomando los que no le correspondieran, sino que al no respetar las reglas sagradas del día de la fortuna muchos no dejarían su moneda y tomarían algunas otras pero difícilmente encontrarían más de 5.
Al final de cuentas, mis 10 pesos me convirtieron en ese momento en un monopolista de la fortuna. No me compré un chocolate. Puse la moneda bicolor en mi ventana, junto con muchas otras que en 5 años me han permitido hacer un pequeño ahorro con cambios insignificantes.
domingo, 24 de mayo de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)