viernes, 23 de julio de 2010

A estas horas es cuando las putas brillan (2001)

Fuimos de trabajo al puerto de Ningures y tuvimos tres semanas de labores intensas, que incluían actividades muy cansadas hasta en fines de semana, pues finalmente había que aprovechar el tiempo al máximo y reducir los gastos de hotel y viáticos al mínimo, por lo cual sólo entre una planta y otra podíamos echar un ojo a las mujeres del pueblo, algunas de plano muy feas y otras atractivísimas, de las mejores que he visto en mi vida, pero tampoco había gran tiempo para cortejarlas porque nuestras actividades diurnas absorbían hasta los últimos segundos de luz del sol, y ya sin el astro encendido lo mejor era dormir, comer, beber, y en todo caso apurar los pasos para huir del puerto, que no se distinguía ni por su belleza arquitectónica, ni por su calidad de vida, con ese calor, esa humedad y ese olor a pescado muerto que tienen todos los puertos viejos.

La gente con la que trabajamos fue muy amable y no niego que ha sido de las mejores experiencias que he tenido en mi empresa, si bien no puedo decir que haya tenido muchas porque llevo acaso tres años en el negocio, y a mi edad no se puede decir que uno lo haya conocido todo, pues más bien uno cree que sabe, por lo que ha vivido, pero más es por lo que imagina que ha vivido, pues en la juventud uno imagina lo que vivirá como si lo hubiera vivido y ni lo ha vivido ni lo vivirá, pero lo que es cierto es que estas personas fueron magníficas y aprendí mucho.

Después de dos semanas de trabajo continuo consideramos que era justo darnos una pequeña pausa, beber de más, divertirnos, y la mañana siguiente levantarnos un poco más tarde, si acaso nos acostábamos, así que fuimos, los solteros a aprovechar la soltería, los casados a recordarla, y todos al Agujero Negro, un antro que está en el distrito rojo de Ningures.

Llegamos cuando no había prácticamente nadie, alguna mujerzuela bailando, un par conviviendo con los pocos parroquianos, y muchas mesas vacías, entre ellas la que ocupamos. El Agujero Negro era un sitio pequeño, alargado, con una sola entrada, y después descubrí que tenía una salida de emergencia hacia la calle de atrás. Al momento de entrar pasamos a un vestíbulo obscuro y de allí al salón principal, con un escenario en medio círculo, un tubo al centro, y mesas alrededor, las de las esquinas con asientos acojinados en forma de escuadra, que fue la que escogimos, a pesar de lo incómodo que después resultó pues no estaban en muy buenas condiciones. Al fondo había pequeños privados, estaba el cuarto con el equipo de sonido, el camerino, y los baños.

Durante la primera mitad de la noche el ambiente del lugar era aburrido, más nos divertíamos por las bromas que nos hacíamos entre los asistentes que por el espectáculo. Conforme fueron avanzando los tragos se nos fue olvidando que estábamos allí para excitarnos, y nos fuimos quedando con una extraña monotonía en la que lo mismo nos preguntábamos qué hacíamos allí, que qué no hacíamos allí.

Ya muy avanzada la noche nos dimos cuenta de que nos habíamos olvidado de que estábamos en el Agujero Negro, y cuando nos percatamos el ambiente se había transformado y nosotros éramos los únicos perdidos. A nuestro alrededor había cuando menos una docena de mujeres desnudas o semidesnudas. Los clientes entraban y salían de los cuartos del fondo. El calor era insoportable.

Uno de los lugareños que iba con nosotros dijo:

-A estas horas es cuando las putas brillan.

Bastaba con mirar a nuestro alrededor para comprobarlo. Junto a nuestra mesa había dos lesbianas abrazadas que compartían el mismo bikini, una usaba la parte superior y la otra el calzón, ambas con la figura de un billete de cien dólares. A mi socio se le ofreció una muchacha con tremendas tetas apenas cubiertas con una chamarra de cuero que debe haber sido un martirio con ese clima. Desde lo lejos vi que se dirigía hacia nosotros una chica con un vestidito blanco, tejido, y que se le subía para mostrar su pubis desnudo. Junto a uno de los guardias del bar estaba en plan de ligue una flaquita chaparrita totalmente desnuda que le metía la mano entre la bragueta. En un rincón había tres chicas con los pies encima de la mesa, una con un traje de red, otra sólo con un delantal, y otra con un traje de baño de una sola pieza que se formaba por un par de hilos que daba toda la vuelta al cuerpo y tres pequeños triángulos que cubrían el pubis y los dos pezones. A lo lejos se veía caminar una jovencita, según mis cálculos de unos 15 años aunque cualquier empleado del lugar juraría por su madre que era mayor de 18, apenas envuelta en una toalla. La escena más curiosa se daba cerca de la cabina de sonido, donde había una chica parada en una silla, con los senos descubiertos y un calzón del cual salía un pene de plástico que chupaba otra chica vestida de colegiala. La del escenario tenía los vellos recortados en forma de estrella.

Al cabo de un rato entré en uno de los privados con la que traía el vestido tejido. Le pedí que no se lo quitara. Lo hicimos sin condón porque ella me dijo que prefería hacerlo así, y yo, tan acostumbrado a no cuidarme, acepté por el placer de sentirla directamente. En el pequeño cuarto sólo había una silla y un banquillo alto. Allí me senté para que me la mamara, pero luego lo hicimos en la silla.

Regresé al hotel como a las cinco de la mañana y me levanté para trabajar a las nueve y cuarto. Me di un regaderazo rápido y cuando me iba a rasurar me di cuenta de que mi piel estaba arrugada, mis dientes amarillos, mi pelo era blanco y escaso, y la noche en el Agujero Negro no me había pesado como una noche, sino como una vida.

* La frase de "A estas horas es cuando las putas brillan" fue tomada de la novelaPor las rutas los viajerosde Eduardo Iglesias

domingo, 9 de mayo de 2010

Los ojos en el XXI

Estoy desnudo delante de una laguna de aguas bastante revueltas, no muy profundas, enlodadas, casi parecería una inundación si no llevara así decenas de años, tal vez un siglo o dos. A veces la naturaleza cambia de la noche a la mañana y a veces somos nosotros los que la cambiamos. De cualquier manera nos sorprende.

Digo que estoy desnudo no porque realmente lo esté (no puedo estarlo porque vengo acompañado de un amigo y de su novia), sino porque quiero mirar con los ojos desnudos. Miro alrededor y parecería que todo es natural, no hay antenas de alta tensión, repetidoras de microondas, y el celular, si lo encendiera, no tendría señal. También lo digo porque por aquí no hay basura. Sí vi algunas botellas vacías en el camino, una de Coca Cola y otra de agua, pero aquí, justo aquí, no la hay. Mi ropa estorba, sin duda. Pero no hay casas. ¿Hace cuánto que no estoy en un lugar en donde no haya casas, ni nada que sea fruto de la modernidad, o incluso del pasado? Dondequiera que uno se pare tiene que recordar su mundo porque éste persigue a todos, a veces incluso hasta el bosque, pues si acaso hay un bosque cerca de la ciudad, ha de pasar por allí una línea de alta tensión, hay basura, una carretera, un avión.

Pero aquí donde estamos no hay nada, dice el padre del exconvento de los Santos Reyes, en Metztitlán, que se trata de la laguna natural más grande del mundo. Uno de los cerros de la zona se derrumbó y se formó la presa. En realidad todos los cerros de alrededor parece que están a punto de derrumbarse, las grietas que tienen, las piedras mismas, que pareciera que están unidas con alfileres, nos lo demuestran; también hay restos de aludes en el camino hacia la laguna. Y sin embargo el lugar se siente en paz. Estamos fuera del mundo, a cuando menos diez kilómetros del camino pavimentado más cercano, a cuarenta o cincuenta de la carretera federal más próxima, a unos pasos del río de los Venados, aunque si caminamos hacia él terminaremos tapados por el lodo.

Esta paz, en realidad, se presagiaba desde que iniciamos el camino de terracería, un caballo amarrado bloqueaba el paso, un niño tuvo que llegar a desamarrarlo para que pudiéramos pasar, si no hubiera estado cerca habríamos desistido de tomar esa ruta, la verdad ni siquiera estábamos seguros de que ese fuera el sendero correcto. Lo fue. Todavía por el espejo retrovisor vimos que volvió a amarrar al animal así que cuando regresemos será un estorbo. Sin duda.

Unos metros antes habíamos pasado junto al malo del pueblo, un tipo de lentes, camisa y pantalón obscuros, cara de malo sin duda. No recuerdo si llevaba sombrero. Daba la impresión que en cualquier descuido mostraría un gesto de nobleza, me hubiera gustado provocarlo, pero mientras tanto él seguiría caminando por su pueblo, impresionaría a algunos, pero a otros no. A nosotros nos dio risa.

Pero bueno, decía, y digo, que estoy desnudo. Estoy rodeado de montañas, un paisaje que hacia arriba se vuelve árido pero que hacia abajo no lo es, la laguna de Metztitlán lo impide. Mi cuerpo desnudo, la imaginaria ausencia de quienes me acompañan, y el paisaje completamente natural. ¿En qué año estoy? ¿Dos mil qué? ¿1954? ¿1802? ¿900? La verdad es que no puedo desnudarme, ya no son mis acompañantes los que me lo impiden, ni las dos botellas vacías que había en el camino. No. Son mis ojos. Y si me los arranco vuelvo a lo mismo, siguen mirando. Tengo ojos del siglo XXI, siento cómo la tierra da vueltas, me tiro al piso y le pregunto qué pasa. No me dice nada, sólo siento que está enojada, la siento roja, está roja. No sé qué está tramando, pero me tiene entre el pasado y el presente, pero mis ojos son del presente, mi mente también, me jala, me jala. Me quiero despojar de mi ropa de hombre del futuro, quiero agacharme al presente, a este simple siglo VII antes de Cristo, pero el futuro me llama. Tengo ojos del siglo XXI y sé que Cristo nacerá dentro de siete siglos y que un día por la mañana, en el primer año del siglo XXI, veré a una muchacha que me llame la atención porque aún siendo pueblerina tiene una altivez urbana que me atraerá, nuestros ojos se cruzarán, y recordaré su cara los minutos siguientes, las horas siguientes, hasta que dé con la laguna, y hasta que me desnude de todo menos de mis ojos del siglo XXI. Entonces, me vestiré y emprenderé el camino de regreso, primero caminando hacia el coche unos dos o tres kilómetros, luego por la terracería, después por el angosto espacio que nos deje el caballo, luego por otros caminos angostos hasta la estatal 37, la federal 105 y luego la 85, después por avenidas y calles de mi ciudad, dejaré a mis amigos, volveré a mi casa, me desnudaré, miraré a mi alrededor y diré, el escenario es de finales del siglo XX, acaso principios del XXI, pero yo sigo mirando con ojos del siglo XXV y aunque me saque los ojos, seguiré siendo un personaje del XXV.

martes, 4 de mayo de 2010

#Tuiterasprostitutas

Libro realizado a partir de las aportaciones de usuarios de Tuiter. El documento fue tomado del blog Desde la cárcel de Reading

viernes, 1 de enero de 2010

La casa de los mil relojes

La casa de los mil relojes es una casa donde el tiempo no existe. De cada una de sus paredes cuelgan relojes de todo tipo, de manecillas, de cuarzo, de sol, con péndulo, con números arábigos o con números romanos. Las lámparas son en sí un reloj, y una de ellas, la que pende del techo de la sala, tiene un foco que gira conforme pasan las horas para que su sombra vaya proyectando en distintos colores cada uno de los doce números que tiene a su alrededor.

La única manera de no ver un reloj en la casa de los mil relojes es cerrando los ojos, pero ello no tiene sentido, salvo para dormir, si es que acaso uno quiere o puede hacerlo, porque aún con los párpados caídos, los mil relojes tienen mil maneras de hacer sentir su presencia, no sólo con el tictac interminable, con algún cucú que cante cada quince minutos, con unas cuantas campanadas o con el vaivén de un péndulo, sino además porque la casa de los mil relojes es en sí un reloj que se mueve minuto a minuto, hora tras hora, día tras día, como si siempre quisiera recordarnos que allí el tiempo no existe.

El más bello de los relojes es uno de agua. No se trata de una clepsidra como pudiera pensarse, sino que se compone de tres hermosas manecillas que marcan segundos, minutos y horas debajo del agua de una fuente. Las horas son verdes, los minutos rojos y los segundos azules, pero con la particularidad de que el segundero es como un gran remo que revuelve el agua cada cien centésimas para recordarnos cómo es el tiempo, allí donde el tiempo no existe.

El tiempo es del color del agua, es una duna de arena, es tan duro como el viento y tan poderoso como el sol. Quema. En la casa de los mil relojes nada quema. Puede uno sumergirse en el tictac por todo el tiempo que uno quiera, al fin y al cabo allí el tiempo no existe. Los relojes llegan al doce y vuelven a empezar, algunos advierten AM o PM, quizá dos o tres den la fecha exacta, e incluso en la biblioteca hay un enorme globo terráqueo marcando las horas de cada huso.

En la casa de los mil relojes lo único que se mueve son los relojes, nunca las personas o los animales. Cualquiera puede caminar por los pasillos, los cuartos, las escaleras, la azotea, el jardín, pero en realidad uno se convierte en un fantasma, o acaso en una manecilla más, cuya sombra da hacia un número entre el uno y el sesenta.

Puedes ser esclavo del tiempo si tienes un reloj de pulsera, si la videocasetera o el microondas muestran correctamente la hora, pero nunca serás esclavo del tiempo en la casa de los mil relojes, donde el tiempo no existe.

Creí haber permanecido meses en la casa de los mil relojes, dediqué cientos de tardes a mirar el reloj de agua, me sentaba a leer en el portal, me mecía sobre una silla al ritmo del tictac, pasaba ratos enteros buscando mínimas diferencias en la sincronía de los relojes, pero cuando me alejé de la casa descubrí que todo seguía igual, aún yo mismo.

Los relojes unidos jamás serán vencidos, pensé al pisar la casa por última vez. Antes de entrar en ella me creía esclavo del tiempo. Al salir me sentí liberado. Lancé mi reloj de pulsera desde una montaña. Y desde entonces lo que más gozo en la vida es el tiempo, lo siento, lo respiro, me fortalece ... y algún día, tal vez, moriré quemado por él.