En este país todo es invasión. Hace unos años decidí que Comercial Mexicana no era para mí, los anuncios de señoras gritonas persiguiendo a Julio Regalado me hacían cambiar de estación de inmediato. Desde entonces no recuerdo ninguna compra importante en la Comer y sí mucha risa cuando su cansón Vas al súper o a la cómer se transformó en Vas al súper o a la quiebra. El chiste no es mío. El festejo sí. Y vaya que el catarrito de la economía se empezó a complicar en ese momento.
Pero decía, en este país todo es invasión. Me baño, me visto, me disparo una decena de rocíos de loción y tomo mi rumbo. Si soy peatón las fritangas se encargarán de contrarrestar mi fragancia. Yo invado el mundo con mi olor ... sí pero yo soy yo, y mis lociones son buenas. Las fritangas me gustan, pero no cuando están a mi paso. Recién he viajado mucho en transporte público. Es difícil tomar el metro sin toparse con alguien equipado con una mochila con bocinas vendiendo algún disco mp3 con música pirata. Hay de todo, hasta la Biblia. Intento ponerme los audífonos, aislarme del mundo, pero hasta allí en mi cápsula se mete el sonido del disco en turno.
El ambulantaje nunca nos deja caminar, ni en lugares muy transitados por peatones tenemos amplitud. El tráfico peatonal también es difícil. Pero ampliar banquetas siempre es temido ante la posibilidad de que el comercio se expanda sin límite y pareciera que a los mexicanos no nos gusta la amplitud. Los caminos se estrechan quizá para no perder la calidez nacional. Nunca había encontrado un espacio tan difícil para caminar como el centro de Azcapotzalco justo ayer. Tenía prisa, llegaba tardísimo a una comida, al celular se le había acabado la pila por tanto tuitear, no tenía cómo avisar. Tampoco dónde caminar. Menos de 50 centímetros para los dos sentidos de circulación. Caminar bajo el arroyo tampoco era opción, a penas había espacio para los autos. Aún así desafié a un camión. Se apartó de mi camino y continué la marcha para evitar la vendimia navideña.
Cuando voy a un restorán puedo salir corriendo en cuanto empieza la música. Cerca de la casa hay unos tacos bastante malos, pero si camino un poco más llego a los de Xotepingo, no son de locura pero son mejores, sólo que a veces hay música así que los evito. Un día tenía prisa, llegué a comer al Toks y no tenía mesas, caminé al negocio hermano de la cadena, el Campanario, en el momento en que iban a darme la mesa escuché los primeros acordes Hay música ya me voy, maldije el lugar y corrí a la comida rápida.
Desde niño he relacionado las fiestas de los pueblos con los cohetes, pero fue hasta que viví en un pueblo cuando me di cuenta de lo invasivo de esta costumbre. Cuando llega el día de la fiesta (todos los pueblos tienen su fiesta principal, la de la Virgen de Guadalupe, y las de otros santos importantes) organizan procesiones y detrás van dos o tres encendiendo cohetes que no tienen mayor chiste que el importunar al prójimo. Se elevan, explotan y segundos después me importunan. Es la pirotecnia de colores la que me agrada, pero esa la usan para clausurar la fiesta. Disfruto más la vida desde que dejé Magdalena Atlazolpa. Para colmo, por razones políticas terminé muy vinculado a las mayordomías de San Juanico Nextipac y me nombraron mayordomo. Pagué un par de mariachis en sendas fiestas y listo. No lo vuelvo a hacer. Bueno no sé. Tal vez otra campaña me obligue a suavizar mi posición al respecto, pero no lo recomiendo, no da votos, no genera felicidad, hace ruido.
Claro, las fiestas de los pueblos no se quedan sólo en los cohetes y los mariachis de los políticos, pueden cerrar calles por una semana, instalar juegos mecánicos en avenidas, hay ambulantes, conciertos, gente y más gente.
El extremo de esta vida invasiva es la Navidad. Ésta no comienza, como dicen, con el puente Guadalupe - Reyes, sino desde el Santos - Reyes. En cuanto se acaba la venta de calaveritas y disfraces terroríficos, que esos sí no me parecen invasivos porque cada quien es libre de hacer el ridículo como quiera y pueda, comienza la Navidad. En una esquina cercana a la casa hay un tipo que se pone en agosto a vender útiles escolares, en septiembre banderas, en octubre calabazas, en noviembre y diciembre series navideñas, comenzando enero juguetes, y luego corazones y cursilerías. Creo que con eso se mantiene sin trabajar el resto del año. Cada agosto reinicia el déjà vu.
Con la Navidad la mayoría intolerante humilla a la minoría grinchiana. Adornan sus casas, colocan luces de colores y les da hasta por ser más cariñosos. Hasta allí debo respetar su individualidad. Claro, me abrazan más seguido y Si ya no nos vemos que la pases muy bien mucho amor esta Navidad y que toooodos de verdad todos tus deseos se cumplan. Entre el 25 de diciembre y el 5 de enero la pregunta es Qué te trajo Santa Clós, pero luego tengo que suportar el humillante Qué te trajeron los Reyes. Nada. En concreto Santa Clós dejó de traerme regalo cuando, con la sinceridad que me caracteriza, dije a mi madre Mamá yo creo que Santa Clós no existe, esto no me suena lógico. Nos fuimos de vacaciones y cuando veníamos de regreso venía, de cualquier manera, con la ilusión de encontrar algo bajo el árbol. Era como un animal de Pavlov, salivaba con el sólo hecho de saber que era Navidad. No había nada.
De unos años para acá, la mayoría intolerante ha colocado chicharritas cancioneras. Prefieren las series navideñas que incluyen los últimos éxitos de Rodolfo el Reno y sus Campanas sobrecampaneras. Los más decentes apagan la musiquita a las 12 de la noche, por lo regular lo hacen más bien cuando despiertan. Y uno que encuentra sus momentos de concentración por las noches. Allí me tienen tolerando con mi mejor sonrisa a los vecinos que merecerían ser torturados con chicharritas cancioneras interpretando música de Mario Lavista.
Y al final de cuentas uno, que tiene que soportar el espíritu invasivo de sus connacionales, es tachado de intolerante. Los intolerantes son aquellos que no soportan a nosotros, la minoría discreta.
sábado, 12 de diciembre de 2009
miércoles, 28 de octubre de 2009
El cielo
A "La chica del siglo pasado", porque de ella fue la idea de escribir esto:
Me fijo poco en el cielo.
Me fijo poco en las nubes.
Me pides que reflexione sobre el cielo y resulta que no encuentro muchas imágenes que compartir contigo acerca del cielo.
Yo vivo un poquito más arriba y por eso no lo veo.
Me gusta mirar hacia abajo y descubrir las nubes abrigando a un gran monte.
Me gusta lanzarme desde las alturas y caer precipitadamente hasta que un paracaídas de colores me protege de la caída.
Me gusta ver el cielo al lado mío sólo cuando voy en un avión y por la ventanilla se miran los colores del atardecer o el amanecer y se mezclan con los colores de la tierra.
Esas mezclas de colores que nos da el cielo me resultan tan cercanas que no las llamo cielo, son barnices que iluminan lo que tengo.
Por eso del cielo sólo te puedo decir que es un compañero de viaje, yo huyo hacia los confines de la tierra y él siempre esta allí, a mi lado, a mis espaldas.
Me fijo poco en el cielo.
Me fijo poco en las nubes.
Me pides que reflexione sobre el cielo y resulta que no encuentro muchas imágenes que compartir contigo acerca del cielo.
Yo vivo un poquito más arriba y por eso no lo veo.
Me gusta mirar hacia abajo y descubrir las nubes abrigando a un gran monte.
Me gusta lanzarme desde las alturas y caer precipitadamente hasta que un paracaídas de colores me protege de la caída.
Me gusta ver el cielo al lado mío sólo cuando voy en un avión y por la ventanilla se miran los colores del atardecer o el amanecer y se mezclan con los colores de la tierra.
Esas mezclas de colores que nos da el cielo me resultan tan cercanas que no las llamo cielo, son barnices que iluminan lo que tengo.
Por eso del cielo sólo te puedo decir que es un compañero de viaje, yo huyo hacia los confines de la tierra y él siempre esta allí, a mi lado, a mis espaldas.
martes, 14 de julio de 2009
La música electrónica
La música electrónica ha sido el mayor afrodisiaco que he encontrado. Estábamos encerrados en ese pequeño espacio, a nadie se le pedía absolutamente nada, el lugar era magnífico por eso. Yo deseaba besarte, yo deseaba tocarte, entre los apretujones comencé a excitarme. En algún momento sentí a una chica muy cerca de la barra y de mí. Me hubiera gustado que nos besáramos los tres. A los pocos minutos te empecé a tocar, protestaste con desinterés. Estabas desprotegida, besé tu cuello, me arrimé, huiste pero al final decidiste todo. Decidiste los besos, permitiste las caricias, acostaste el asiento y disfrutaste mis besos más que yo los tuyos. La luna llena nos espió. Nadie escuchó nuestros gritos. Ah qué par de ruidosos somos. En ese momento había muchas cosas en ti que me gustaban. Me hubiera quedado contigo a partir de ese día y para siempre. No podía ser así. Tenía que disfrutar tu cuerpo completo. Me faltan imágenes de tu cuerpo, tendrías que haber sido mi modelo. Te gustaba mostrarte desnuda conmigo, me gustaba verte así, algunos defectos en tu cuerpo. Ya no somos niños. Pero maravilloso tu cuerpo blanco. Maravillosa tu mirada. Con la obscuridad tu rostro me recordaba a alguien. Al final fue la misma historia, mis temores la expulsaron de mi paraíso, y luego a ti te expulsé también. Tener sexo contigo fue magnífico. Con pocas lo he disfrutado tanto como contigo. Estamos hechos para disfrutarnos en la cama. Pero te tengo miedo, tengo miedo de que cada vez sea más difícil deshacerme de ti.
Salí un poco sordo del lugar, eso me permitió escucharte mejor. Pero conforme el ruido de la música electrónica se diluía te escuchaba menos. Días después ya no te oí. La imagen de tu cuerpo delgado se me evade. Cuando se vaya para siempre escribiré más sobre ti. De momento es tan solo una nube entre mis ojos y el futuro. Dejé sin sabores, lo sé, pero este castillo continúa bien pertrechado, te dejé en el foso de los cocodrilos y me privé de lo que más me gusta de ti. Pero hay algo que me dice huye ¡huye! como una nota electrónica que se fuga entre el ruido ensordecedor o como alguien invisible que sale de esa pequeña bodega en medio de tanta gente, sin hacerse sentir.
Y en este momento ya no existo, mis besos se han diluido, y con el último punto, mis letras también.
Salí un poco sordo del lugar, eso me permitió escucharte mejor. Pero conforme el ruido de la música electrónica se diluía te escuchaba menos. Días después ya no te oí. La imagen de tu cuerpo delgado se me evade. Cuando se vaya para siempre escribiré más sobre ti. De momento es tan solo una nube entre mis ojos y el futuro. Dejé sin sabores, lo sé, pero este castillo continúa bien pertrechado, te dejé en el foso de los cocodrilos y me privé de lo que más me gusta de ti. Pero hay algo que me dice huye ¡huye! como una nota electrónica que se fuga entre el ruido ensordecedor o como alguien invisible que sale de esa pequeña bodega en medio de tanta gente, sin hacerse sentir.
Y en este momento ya no existo, mis besos se han diluido, y con el último punto, mis letras también.
miércoles, 10 de junio de 2009
Nadie vio nada
Nadie vio cuando no me percaté que las cerezas me llamaban.
Nadie vio que me quería convertir en un domador de leones.
Me acercaba a tu rostro,
me alejaba.
Hablaba.
Te llamaba con la mente.
Nadie oyó las palabras con las que buscaba seducirte.
Nadie escuchó el anhelo de que sucediera.
No vi tus coqueteos,
no viste mis galanteos.
Ni tú te diste cuenta cuando con discreción miré tu espalda.
Nadie vio cuando el ruido intenso me excitaba.
Sólo tú sentiste cómo -poco a poco- me acercaba a ti.
Nadie supo lo que fantaseaba.
Nadie miró mi mano bajo tu cintura,
nadie escuchó tus reclamos
ni tus instrucciones para conquistarte.
Nuestras palabras se fueron paso a paso
nadie las extrañó
Nadie vio cuando callaste la última
Detente aquí -dijiste-
Nadie lo oyó,
mucho menos cuando se hizo el silencio
cuando pasaron las horas
cuando vinieron los gritos
cuando ni la calle que nos rodeaba pudo ser testigo
de lo que gemimos
de lo que pensamos
de lo que sentimos
Nadie oyó nada,
está tranquila,
guarda tu vergüenza
para otra madrugada.
Nadie vio que me quería convertir en un domador de leones.
Me acercaba a tu rostro,
me alejaba.
Hablaba.
Te llamaba con la mente.
Nadie oyó las palabras con las que buscaba seducirte.
Nadie escuchó el anhelo de que sucediera.
No vi tus coqueteos,
no viste mis galanteos.
Ni tú te diste cuenta cuando con discreción miré tu espalda.
Nadie vio cuando el ruido intenso me excitaba.
Sólo tú sentiste cómo -poco a poco- me acercaba a ti.
Nadie supo lo que fantaseaba.
Nadie miró mi mano bajo tu cintura,
nadie escuchó tus reclamos
ni tus instrucciones para conquistarte.
Nuestras palabras se fueron paso a paso
nadie las extrañó
Nadie vio cuando callaste la última
Detente aquí -dijiste-
Nadie lo oyó,
mucho menos cuando se hizo el silencio
cuando pasaron las horas
cuando vinieron los gritos
cuando ni la calle que nos rodeaba pudo ser testigo
de lo que gemimos
de lo que pensamos
de lo que sentimos
Nadie oyó nada,
está tranquila,
guarda tu vergüenza
para otra madrugada.
miércoles, 3 de junio de 2009
¿Dónde el beso?
En la frente, en la mejilla, en el cuello, en la espalda ...
O en la boca, o en la casa,
o en el aire, o en el pecho, o en la cama
¿Y por qué tiene que ser uno solo?
¿Por qué mañana?
¿Y en el alma o en la pierna?
¿Con la lengua, con tu sexo o en mi sexo?
¿Por qué un beso, por qué mil?
Mis caricias o las tuyas.
¿O si un grito?
Un segundo, un instante,
tus sudores, o los míos.
Un trago.
Una gota.
Es mi semen,
son tus pechos,
son mis besos,
son los tuyos.
Tus sabores,
tus olores,
tu saliva
tus rincones.
Si es un beso,
yo quiero que sepa
a savia
a vida.
Que huela intenso.
Que me arañe
y que sangre.
Dame un beso
como sepas darlo
donde puedas darlo
cuanto antes
o este instante.
O en la boca, o en la casa,
o en el aire, o en el pecho, o en la cama
¿Y por qué tiene que ser uno solo?
¿Por qué mañana?
¿Y en el alma o en la pierna?
¿Con la lengua, con tu sexo o en mi sexo?
¿Por qué un beso, por qué mil?
Mis caricias o las tuyas.
¿O si un grito?
Un segundo, un instante,
tus sudores, o los míos.
Un trago.
Una gota.
Es mi semen,
son tus pechos,
son mis besos,
son los tuyos.
Tus sabores,
tus olores,
tu saliva
tus rincones.
Si es un beso,
yo quiero que sepa
a savia
a vida.
Que huela intenso.
Que me arañe
y que sangre.
Dame un beso
como sepas darlo
donde puedas darlo
cuanto antes
o este instante.
domingo, 24 de mayo de 2009
La Fortuna
En medio del agua brillaba una moneda de diez pesos con el centro de plata, de esas que incluso dicen nuevos pesos. Alguien la había perdido. La cogí. La sequé. Y me vinieron muchas ideas a la mente, un déjà vu incluso ‑soy un vividor de los déjà vues y sospecho que ya estoy reciclando mi existencia‑.
Venía una noche de casa de Laura, quien al final de la carrera era mi novia, caminé dos calles hasta la parada del camión en contraflujo y cuando estaba próximo a subirme preparé el cambio y se me cayó una moneda de 100 pesos, de esas doradas que tenían a Carranza al frente. La moneda quedó en un charco lodoso. No la levanté. Al Ruta 100 que esperaba le tocó una luz en rojo. Un minuto después subí al camión en el carril de contraflujo de Ermita. Un señor dijo “No la va a levantar” y se agachó y la tomó. Para entonces esos 100 pesos estaban por convertirse en 10 centavos y habría requerido otra moneda igual para conseguir un penny. Sería como si hoy se me cayera una moneda de 50 centavos en un charco. Y sin embargo, 17 años después una moneda de 10 pesos con el centro de plata llegó a mis manos tras mojarme las manos en agua sucia.
No encontré la moneda en una zona opulenta que me hiciera pensar que alguien más la había despreciado, como yo en su momento desprecié la de 100 pesos. Tampoco en una zona tan pobre en la que detrás de esta moneda hubiera alguien sin poder abordar el transporte público por haber perdido su dinero para ello, pero fue una de las primeras imágenes que me vino a la mente. Alguien caminando kilómetros hasta su casa por carecer de dinero para el micro, o alguien pidiendo a otro que le ayudara a completar su pasaje. En una situación más difícil esa moneda habría pagado no sólo el viaje de regreso a casa, sino al día siguiente el necesarísimo viaje al trabajo.
Todos nos hemos encontrado alguna vez una moneda. La primera, en mi caso, fue de 50 centavos de níquel, con Cuauhtémoc al frente, cuando a penas tenía 5 años. Fue en el kínder y llegué a la tienda a preguntar para qué me alcanzaba. Yo quería un chocolate, pero sólo me sirvió para un dulce.
También he perdido monedas. Me ocurre seguido dentro del coche. Poco a poco van apareciendo de vuelta, pero desde luego que muchas quedan para el afortunado lavador o acomodador que se la encuentra. Ahí es donde uno siente el dinero va y viene.
Siempre he pensado que deberíamos instituir el día de la fortuna. La noche previa todos saldríamos a la calle y tiraríamos una moneda de un peso con la consigna de no recoger ninguna otra. Al día siguiente, celebrando el día de la fortuna, todos recogeríamos sólo un peso, distinto del que hubiéramos dejado. En una sociedad con mucha confianza casi todos respetarían la regla sagrada de no recoger más de un peso y siempre dejar un peso. En una sociedad como la nuestra, lamentablemente, quien esperara toda la noche se quedaría sin cosechar fortuna. Tampoco pensaríamos que alguien obtuviera miles de pesos tomando los que no le correspondieran, sino que al no respetar las reglas sagradas del día de la fortuna muchos no dejarían su moneda y tomarían algunas otras pero difícilmente encontrarían más de 5.
Al final de cuentas, mis 10 pesos me convirtieron en ese momento en un monopolista de la fortuna. No me compré un chocolate. Puse la moneda bicolor en mi ventana, junto con muchas otras que en 5 años me han permitido hacer un pequeño ahorro con cambios insignificantes.
Venía una noche de casa de Laura, quien al final de la carrera era mi novia, caminé dos calles hasta la parada del camión en contraflujo y cuando estaba próximo a subirme preparé el cambio y se me cayó una moneda de 100 pesos, de esas doradas que tenían a Carranza al frente. La moneda quedó en un charco lodoso. No la levanté. Al Ruta 100 que esperaba le tocó una luz en rojo. Un minuto después subí al camión en el carril de contraflujo de Ermita. Un señor dijo “No la va a levantar” y se agachó y la tomó. Para entonces esos 100 pesos estaban por convertirse en 10 centavos y habría requerido otra moneda igual para conseguir un penny. Sería como si hoy se me cayera una moneda de 50 centavos en un charco. Y sin embargo, 17 años después una moneda de 10 pesos con el centro de plata llegó a mis manos tras mojarme las manos en agua sucia.
No encontré la moneda en una zona opulenta que me hiciera pensar que alguien más la había despreciado, como yo en su momento desprecié la de 100 pesos. Tampoco en una zona tan pobre en la que detrás de esta moneda hubiera alguien sin poder abordar el transporte público por haber perdido su dinero para ello, pero fue una de las primeras imágenes que me vino a la mente. Alguien caminando kilómetros hasta su casa por carecer de dinero para el micro, o alguien pidiendo a otro que le ayudara a completar su pasaje. En una situación más difícil esa moneda habría pagado no sólo el viaje de regreso a casa, sino al día siguiente el necesarísimo viaje al trabajo.
Todos nos hemos encontrado alguna vez una moneda. La primera, en mi caso, fue de 50 centavos de níquel, con Cuauhtémoc al frente, cuando a penas tenía 5 años. Fue en el kínder y llegué a la tienda a preguntar para qué me alcanzaba. Yo quería un chocolate, pero sólo me sirvió para un dulce.
También he perdido monedas. Me ocurre seguido dentro del coche. Poco a poco van apareciendo de vuelta, pero desde luego que muchas quedan para el afortunado lavador o acomodador que se la encuentra. Ahí es donde uno siente el dinero va y viene.
Siempre he pensado que deberíamos instituir el día de la fortuna. La noche previa todos saldríamos a la calle y tiraríamos una moneda de un peso con la consigna de no recoger ninguna otra. Al día siguiente, celebrando el día de la fortuna, todos recogeríamos sólo un peso, distinto del que hubiéramos dejado. En una sociedad con mucha confianza casi todos respetarían la regla sagrada de no recoger más de un peso y siempre dejar un peso. En una sociedad como la nuestra, lamentablemente, quien esperara toda la noche se quedaría sin cosechar fortuna. Tampoco pensaríamos que alguien obtuviera miles de pesos tomando los que no le correspondieran, sino que al no respetar las reglas sagradas del día de la fortuna muchos no dejarían su moneda y tomarían algunas otras pero difícilmente encontrarían más de 5.
Al final de cuentas, mis 10 pesos me convirtieron en ese momento en un monopolista de la fortuna. No me compré un chocolate. Puse la moneda bicolor en mi ventana, junto con muchas otras que en 5 años me han permitido hacer un pequeño ahorro con cambios insignificantes.
miércoles, 25 de febrero de 2009
Suripantosas
Una mujer suripantosa es una mujer que además de espantosa parece suripanta. En el Reforma de hoy encontré este ejemplo (tomado de una convención de la CTM). Lo que es la democracia ... al menos a esos viejitos ladrones y libidinosos sí se les antojan las suripantosas, si no, pobrecitas quién les haría el favor.
domingo, 22 de febrero de 2009
Sísifo
Y habiendo vivido tantas y tan intensas cosas, todo al final de cuentas vuelve a ti. Y sin embargo seguirás siendo quien eres y seguiré siendo quien soy ... pero sufriendo tu ausencia, callando el dolor y evocando recuerdos que se evaden con el tiempo, todos, menos mi amor.
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