En una ocasión me llamó una antigua novia a la que tenia tiempo de no frecuentar. Quedamos de vernos ese día en la noche, así que pasé por ella a su trabajo y luego emprendí el camino hacia mi departamento. Extrañamente equivoqué la salida de Viaducto y traté de corregir la ruta más adelante, lo que me condujo a entrar a un estacionamiento en vez de tomar cierta avenida. Al cometer este segundo error me percaté de que el vehículo que venía atrás también lo hizo. Salí de ese lugar y tomé otra avenida.
Cada vez que cambiaba de carril, el vehículo que se había metido conmigo al estacionamiento se movía hacia el mismo carril en el que me encontraba. Mientras más me cambiaba de carril más evidente era que me estaba siguiendo. Pensé que era un asaltante, porque la Ciudad de México no tenía muy buena fama por aquellos días. Cuando empecé a huir del automóvil de atrás mi compañera se percató de que algo extraño sucedía.
—Nos están siguiendo, —le dije.
—Mmmhhh, ya sé quién es, párate y ahorita lo arreglo.
—No, cómo crees que me voy a parar, ahorita me le escapo.
Tomé varias avenidas sin semáforos y traté de escapar, pero como el otro auto era más potente que el mío siempre me alcanzaba. Intenté hacerlo chocar y no pude. Cuando finalmente se me emparejó por la izquierda, tuve que bajar el cristal. El tipo, aproximadamente de mi edad, comenzó a discutir con ella. Mi amiga le ordenaba que dejara de seguirnos, mientras él negaba. Cuando la breve discusión terminó, arranqué de nuevo y pasé sin frenar algunos topes, hasta que llegué a un semáforo. Allí tuve que parar y el otro auto también. Ella se bajó para seguir discutiendo y ya no me enteré de qué decían. Su bolso permanecía en mi auto, lo cual era cierta garantía de que no se iría con él. Regresó y ya nos íbamos cuando el tipo se bajó y comenzó a caminar hacia mi coche. Aproveché la situación y eché reversa, entonces él empezó a correr. De pronto se me atravesó otro automóvil y tuve que parar en seco, igual que lo hizo el tipo que venía corriendo, al estrellarse primero sus rodillas con la defensa de mi coche, luego su pecho con el cofre, y finalmente sus mejillas con el parabrisas.
No sé por qué, pero el tipo me reclamó. Menos aún me lo explico, pero ella gritó.
—¡Espérate, lo vas a lastimar!
Tampoco entiendo por qué, pero yo sospeché que si le preocupaba que lo lastimara no sólo era por razones humanitarias, sino porque algún lazo afectivo la unía al hombre del coche de atrás.
Discutieron y finalmente el tipo emprendió un camino distinto al nuestro. Ella explicó la situación con el argumento de que era un simple pretendiente, que hacía poco había dejado las drogas y al cual el padre nunca atendía. Mientras ella contaba eso yo me ufanaba, hacia mis adentros, de mi parsimonia. En ningún momento pensé en bajarme a pelear con el hombre del coche de atrás, ni mucho menos. La vergüenza era para él, acaso para ella, mía no. Incluso, recordaba que mientras ellos discutían, todos los mirones atendían la situación y yo colocaba mis manos en la nuca admirando el espectáculo y siendo admirado como el que probablemente le bajó la vieja al que hacía el ridículo.
jueves, 19 de junio de 2008
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