Mi amiga dijo que me presentaría a su amiga que iba solita a la fiesta. Me señaló quien era y yo miré a una chica que me pareció gorda. Conforme se acercó vi que no era gorda, el tamaño de su busto alteraba la caída del vestido. Tenía unos ojos claros y vivos, y una sonrisa incapaz de detenerse, de esas sonrisas que intimidan a los hombres que se alimentan por los ojos.
Toda la noche se vio acediada por efímeros conquistadores que quizá no hayan obtenido de ella ni su número celular. Yo recuerdo con alguna alegría su rostro y su figura. Incapaz -ya- de idealizar a una chica hermosa que no para de sonreír, sólo puedo imaginar escenas, desde el más pueril beso, hasta el más vulgar movimiento de mi cuerpo sobre su pecho.
Pero lo trascendente no está ahí, no está en la aferración de su imagen sobre mi mente -en este momento de mi vida no puedo idealizar-, está en la risa que me provoca la idea de pasearme al lado de ella frente a quien no ha sabido rendir la pleitesía a la soberbia idea de construir algo juntos. Nada hiere más a otra mujer que un busto más grande que el suyo propio.
lunes, 23 de junio de 2008
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