La casa de los mil relojes es una casa donde el tiempo no existe. De cada una de sus paredes cuelgan relojes de todo tipo, de manecillas, de cuarzo, de sol, con péndulo, con números arábigos o con números romanos. Las lámparas son en sí un reloj, y una de ellas, la que pende del techo de la sala, tiene un foco que gira conforme pasan las horas para que su sombra vaya proyectando en distintos colores cada uno de los doce números que tiene a su alrededor.
La única manera de no ver un reloj en la casa de los mil relojes es cerrando los ojos, pero ello no tiene sentido, salvo para dormir, si es que acaso uno quiere o puede hacerlo, porque aún con los párpados caídos, los mil relojes tienen mil maneras de hacer sentir su presencia, no sólo con el tictac interminable, con algún cucú que cante cada quince minutos, con unas cuantas campanadas o con el vaivén de un péndulo, sino además porque la casa de los mil relojes es en sí un reloj que se mueve minuto a minuto, hora tras hora, día tras día, como si siempre quisiera recordarnos que allí el tiempo no existe.
El más bello de los relojes es uno de agua. No se trata de una clepsidra como pudiera pensarse, sino que se compone de tres hermosas manecillas que marcan segundos, minutos y horas debajo del agua de una fuente. Las horas son verdes, los minutos rojos y los segundos azules, pero con la particularidad de que el segundero es como un gran remo que revuelve el agua cada cien centésimas para recordarnos cómo es el tiempo, allí donde el tiempo no existe.
El tiempo es del color del agua, es una duna de arena, es tan duro como el viento y tan poderoso como el sol. Quema. En la casa de los mil relojes nada quema. Puede uno sumergirse en el tictac por todo el tiempo que uno quiera, al fin y al cabo allí el tiempo no existe. Los relojes llegan al doce y vuelven a empezar, algunos advierten AM o PM, quizá dos o tres den la fecha exacta, e incluso en la biblioteca hay un enorme globo terráqueo marcando las horas de cada huso.
En la casa de los mil relojes lo único que se mueve son los relojes, nunca las personas o los animales. Cualquiera puede caminar por los pasillos, los cuartos, las escaleras, la azotea, el jardín, pero en realidad uno se convierte en un fantasma, o acaso en una manecilla más, cuya sombra da hacia un número entre el uno y el sesenta.
Puedes ser esclavo del tiempo si tienes un reloj de pulsera, si la videocasetera o el microondas muestran correctamente la hora, pero nunca serás esclavo del tiempo en la casa de los mil relojes, donde el tiempo no existe.
Creí haber permanecido meses en la casa de los mil relojes, dediqué cientos de tardes a mirar el reloj de agua, me sentaba a leer en el portal, me mecía sobre una silla al ritmo del tictac, pasaba ratos enteros buscando mínimas diferencias en la sincronía de los relojes, pero cuando me alejé de la casa descubrí que todo seguía igual, aún yo mismo.
Los relojes unidos jamás serán vencidos, pensé al pisar la casa por última vez. Antes de entrar en ella me creía esclavo del tiempo. Al salir me sentí liberado. Lancé mi reloj de pulsera desde una montaña. Y desde entonces lo que más gozo en la vida es el tiempo, lo siento, lo respiro, me fortalece ... y algún día, tal vez, moriré quemado por él.
miércoles, 5 de marzo de 2008
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