La postura de la niña me promete una vida muy distinta que la mendicidad de su madre, quien nació en el campo y morirá miserable en la ciudad. En cambio la chiquilla ha crecido en la ciudad y podrá decidir dónde morir.
No les he dado un peso. Pienso como economista y, convencido de que cualquier ayuda que les dé, lejos de mejorarlos llamará a otros miserables a la mendicidad, las ignoro a medias porque me ha llamado la atención la diferencia en la seguridad con que andan las dos. La madre carga un bebé de meses, tiene el rostro de alguien que siente no tener derecho a vivir. La hija camina con ligereza, erguida, y jugando al mismo tiempo que pide dinero. Tiene unos ocho años.
Quizá no vaya a la escuela, pero no sintió el paisaje agreste que su madre vio al llegar a la ciudad. Ella creció aquí, aunque tal vez haya nacido en el campo.
Pero la historia no termina. Luego vendrán otros a pedir, con la misma cara de sufrimiento, y les negaré la moneda más pequeña. La historia acaba cuando en el salto generacional esa niña y sus contemporáneos de las calles decidan qué harán: nos exigirán la limosna, o trabajarán en una fábrica, o robarán, o simplemente, como creo que es más fácil pensar, se desvanecerán para convertirse en un ciudadano más que tiene la opción de decidir entre dar o no dar.
sábado, 16 de agosto de 2008
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