lunes, 4 de agosto de 2008

No me voy a tardar

La ciudad de México vive una descompensación de tiempos terrible, porque todos decimos No me voy a tardar cuando terminamos tardándonos a veces algunas horas y ocasionando una serie de desórdenes imprevistos por la acumulación de los No me voy a tardar de 17 millones de habitantes.
En mi edificio, por ejemplo, la puerta de la azotea ha sufrido decenas de ocasiones las consecuencias del No me voy a tardar, porque mientras tienden o destienden la ropa, algunos vecinos la dejan abierta y cuando llega un viento muy fuerte, se azota y lo mismo se rompe el cristal, que la chapa o, como ha venido sucediendo, el marco que la sostiene. Al viento no le importa que no se vaya uno a tardar, porque a fin de cuentas basta con un segundo para destruir la ventana de la puerta, pero con tal de no cerrarla y luego tener que introducir una llave y abrirla otra vez, los vecinos prefieren decirse a sí mismos, No me voy a tardar.
Cuántos comercios no hay, como El Globo o Blockbuster, en los que el estacionamiento está diseñado para que los clientes no se tarden, pero nunca falta el que dice No me voy a tardar y deja el coche estacionado en doble fila sobre algún eje vial o el Periférico. Las consecuencias en el tráfico las conocemos todos, y las sufrimos de quienes dicen No me voy a tardar a la entrada de un hospital, una funeraria, una iglesia, una escuela o de las oficinas de Hacienda, que tienen fama de facilitar todo a quienes dicen No me voy a tardar.
Al llegar a un conjunto habitacional todos los visitantes piden permiso para entrar con su coche bajo el pretexto de No me voy a tardar, y el resultado de ello es que los policías no los dejan entrar, porque como dice el dicho, La mula no era arisca … la hicieron, y claro, cuando los conductores logran convencer a los vigilantes se van a estacionar al lugar de uno, y si uno llega con el coche y busca al dueño del auto que está invadiendo su cajón, éste nunca aparece porque seguramente su No me voy a tardar fue tan poco específico como para nunca definir en qué no se iba a tardar.
Entre tantos No me voy a tardar uno comienza a imaginar las consecuencias indirectas de que un tipo deje su automóvil estacionado frente a una cochera que no es la suya, y de pronto el dueño de la casa donde dejó el coche el irresponsable, tras haber murmurado No me voy a tardar, trata de sacar su propio auto, pero se encuentra con que no puede hacerlo y toca luego los timbres de las casas vecinas y pregunta si no es de ellos el vehículo que estorba, y al obtener una respuesta negativa se desespera porque tiene que acudir a una cita con un cliente, mira el reloj, camina con impaciencia, busca una forma de sacar su automóvil por la banqueta, Imposible, piensa, trata de empujar al otro coche, lo intenta abrir, suena la alarma, está tentado a abollarlo para moverlo, pero duda, recuerda que ya ha quedado varias veces mal con su cliente, quien lo está esperando en una cafetería, así que desesperado cierra su puerta y corre a tomar un taxi en la avenida más próxima, se sube a un vocho verde, ordena al chofer que lo conduzca hacia el lugar donde tiene su cita, el taxista comienza a meterse por calles desconocidas, se aproxima otro taxi, les cierra el paso, abren el vehículo en el que viaja el hombre desesperado, lo cambian de coche, lo golpean, le roban la cartera, lo obligan a dar su número confidencial de la tarjeta de crédito, le encajan una puñalada en el costado y lo tiran casi muerto cerca de algún canal del desagüe en el justo momento en que el dueño del coche que estaba bloqueando su garaje quita la alarma, se sube, arranca y dice, Qué bueno que no me tardé nada.
Hay algunas historias que hablan del típico marido que dice Voy a comprar cigarros, no me tardo, y luego desaparece por años, o en el mejor de los casos sus amigos lo llevan a las cuatro de la mañana, borracho, con labios pintados en la camisa desfajada, tras unas horas en las que el hombre aprovechó la promoción de una cajetilla de cigarros, siete manitas de dominó a 100 puntos, seis cervezas y una puta, todo por el mismo precio. A mí no me gusta mucho utilizar el pretexto de No me voy a tardar, más que cuando salgo con alguna amiga. En esos casos lo que hago es pasear con ella muy naturalmente, irle sobando el hombro de vez en cuando, apapacharla cuando se rompen las distancias, y al llegar a sus casas suelen preguntar, Quieres pasar, Sí, pero no me voy a tardar. Si lo digo, es casi seguro que amanezco allí dentro.
Pero como en general no soy muy dado a decir No me voy a tardar, y luego poner a parir chayotes a los que sufren las consecuencias de tal acto, entonces me da por imaginar historias un poco exageradas, con quienes suelen murmurar No me voy a tardar, y así a veces visualizo a una típica madre de familia, que tiene muchas responsabilidades derivadas de la doble jornada, y que cuando está a punto de preparar la cena a sus hijos descubre que no tiene leche, entonces deja a los dos críos, uno a gatas y el otro de pie pero muy travieso, encerrados en su casa mientras ella acude a la tienda de la esquina, en un No me voy a tardar, por supuesto, a comprar la leche y quizá un poco de pan, y en eso se pone a platicar con una vecina, mira los coches que van dando vuelta, observa cuando se prenden las luces de los faroles, empieza a sentir algo de frío, sigue en el chisme, ve pasar a los bomberos, se pregunta qué habrá sucedido y luego regresa a su casa, donde descubre que se incendió y que sus vástagos ya están calcinados.
Una de las consecuencias más nefastas del síndrome del No me voy a tardar es cuando, de tanto que repetimos No me voy a tardar, a veces hasta lo decimos de manera inconsciente, o lo pensamos quizá, como el típico que va manejando en la noche, y empieza a sentir que los párpados se le caen y decide cerrar los ojos por un momento, y de forma inconsciente piensa No me voy a tardar, lo cual incluye un sueño ligero, un golpe de la llanta delantera derecha contra una banqueta, un golpe del coche contra un árbol, un desnucamiento instantáneo del chofer que segundos antes había soñado No me voy a tardar, un giro del coche hacia la izquierda, y un patinado que termina del otro lado de la calle, a veces dentro de una casa causando lo mismo estropicios que rompimiento de vísceras en alguno de sus habitantes. Las consecuencias llegan a ser mayores cuando el conductor maneja no un automóvil sino un autobús de pasajeros, en alguna de las carreteras cercanas a la capital mexicana, y en vez de terminar el patinado del vehículo en una casa, lo concluye en una barranca, con todos los cuerpos apilados sobre el parabrisas.
En fin, ya es hora de que me conecte a internet, ojalá y no me llame nadie mientras está ocupada la línea, pero al fin y al cabo no me voy a tardar.

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