miércoles, 30 de abril de 2008

Incienso con olor a puta

Encontré un incienso que tiene olor a puta. No huele al sexo de las putas ni a su perfume. No huele al helio de la pista en que bailan. Sólo huele a putas. Sirvo un trago. Bebo. Enciendo la pajilla de incienso y de pronto mi habitación se llena del olor a puta. Sigo bebiendo hasta que cierro los ojos. De pronto estoy rodeado de putas. Me desnudan. Las quiero. Las adoro. Las beso. Succiono de sus tetas un licor dulce que me permita terminar la velada. Les hago el amor tres veces. Viajo hasta el éxtasis. Duermo un rato. Después abro las ventanas para que se vayan. Antes del amanecer no debe quedar nada del olor a puta, pues si amanezco con el solo recuerdo de su aroma corro el riesgo de enamorarme.

lunes, 28 de abril de 2008

El egoísmo

Nada de mi felicidad depende de ti.
Nada.
He decidido ser feliz sin ti, pese a que no sé quien seas, no sé si tú eres rubia o morena, si eres alta o baja, delgada o gorda, seca o cariñosa, una perversa asiática o una seudovirgen mexicana. No puedo correr riesgos. Si mi felicidad dependiera de ti, todo sería demasiado peligroso. Tal vez te vuelvas puta. Tal vez seas manipuladora. Tal vez goces mi propia muerte, o quizá un día me cierres las piernas u otro día me estafes.
No.
Mi sobrevivencia no puede estar en tus manos.
Mi sobrevivencia está en las mías. Gozar tu cuerpo será una ganancia. Admirar tu rostro, admirar los reflejos del sol en tus pezones, gozar nuestra fricción, que me escuches, que te escuche, todo será un placer no esperado.
Jamás confiaré en ti. Jamás te pediré un consejo. Jamás te pediré que me escuches. Jamás te pediré que me rasques la espalda, que me exprimas un grano, que me hagas sexo oral.
Nunca dependerá de ti mi felicidad. Nunca dependerá de ti mi goce. Nunca seré un hombre frívolo que se pavonee con tu porte en las calles o en las fiestas. Nunca amaré más nuestra imagen juntos, que la mía sola.
No tomaré riesgos con mis sentimientos.
Sería como jugar a la ruleta rusa.
No, no, no. De verdad no puedo. Prefiero jugar a la ruleta rusa. Estoy en tus manos.

sábado, 26 de abril de 2008

La angustia

Cuando era un niño de unos diez años estaba jugando en casa de unos amigos “Monopolio”, y nos acompañaba su papá. Cuando llegó la mamá saludó a sus hijos y luego escuché un “hola flaco”, lo que de inmediato me interpeló y yo respondí “hola” y en ese momento me percaté de que la señora saludaba así a su marido, y entonces me sentí apenado, me ruboricé y no dije nada a nadie, pero en los días posteriores, y aún en los años posteriores, recordaba con tanta pena el suceso como si realmente hubiera sido trascendente. Lo que sí, no fue el único hecho de esa naturaleza que, siendo una nimiedad, me producía una extraña sensación tanto en el cuerpo como en la mente, que me hacía soltar frases aisladas sin ninguna relación, pero en todo caso fundadas en la idea de reivindicarme … conmigo mismo. Esa ha sido mi vida y esa también mi afición por El Proceso de Kafka, porque como José K., me siento juzgado y no sé de qué me juzgan, pero a la inversa del clásico kafkiano, el juez soy yo mismo sin darme cuenta.
La angustia forma parte de esos momentos que pasan del minuto al día como si se tratara de encender una lámpara o el televisor. La vida se detiene y uno lanza frases aisladas, como si con ellas lograra transformar el hecho que en la mente nos trastorna como trastornaría a casi cualquier persona haber cometido un asesinato o haber atropellado a alguien. Y lo que son las cosas, a veces un hecho mucho más grave, mucho más cuestionable, podría ser motivo de mayor angustia y se queda olvidado conforme pasan las horas. Nunca recuerdo con angustia los momentos en los que la imprudencia infantil me pudo haber llevado a la muerte o a heridas graves, y sí mi respuesta de “hola” ante un “hola flaco” que no era para mí.

jueves, 24 de abril de 2008

La niebla y la nada

Me subo al auto y el que va lento estorba, el que me rebasa tiene más prisa de vivir y de morir, y el que se me empareja es mi espejo, huye de la soledad y va tras ella, se derrumba y se yergue, se vive y se muere, como yo, cuando yo, y desde donde yo huyo.

Una terracería no me dice nada, el camino es difícil, las llantas patinan, a veces siento que el vehículo se volteará, y yo quedaré siempre hacia arriba, la cabeza no puede unirse al suelo, no se unirá nunca jamás. Desde el suelo no se contemplan igual las cosas. Los paisajes. Los paisajes.

¿Qué tienen los paisajes que mientras más corro más se aquietan?

La vuelta al mundo en grande. La vuelta al mundo en pequeño. Subo por la 105 y bajo por la 85. En algún momento salgo del camino y vuelvo a él kilómetros adelante. Hay todo en el ínterin. Hay todo. También hay nada.

Estoy yo.

Está el paisaje.

Barrancas de mil colores. Ríos. Desiertos. Niebla. Lluvia. Verde. Y más verde. Viajo desde la nada hasta la nada. La primera nada soy yo, es mi alma, mi soledad, mi compañera. Es nada, y nada más puedo describir de ella que el nada, pero el nada no tiene descripciones (no es nada). La segunda nada es mi destino, no encuentro mi destino ni tengo prisa por encontrarlo, al fin y al cabo en él no hay nada, es tan vacío como la nada (tampoco es nada).

Recuerdo mi partida desde casa. Madrugué y empaqué con prisa. Olvidé todo. Cuando quise regresar por la cámara fotográfica y el vino, ya las cerraduras me habían prohibido la entrada. Dos de ellas se descompusieron al mismo tiempo. Era imposible que yo las abriera. Un ladrón tampoco lo habría hecho. Por más que me aferrara a quedarme sin destino, el barco que me conducía hacia él zarpó sin dejarme regresar.

No sabía a dónde iba.

No lo supe nunca.

Un año terminaba y otro comenzaba (en algún lugar del mundo ya había quedado atrás el año viejo). No sabía dónde amanecería y no sé aún si ya amanecí o si el mundo amaneció. Simplemente pisé el acelerador y me fugué de mí como si quisiera ignorar que yo mismo iba conmigo.

Encontré los sitios en los que la vida es más extraña que la mía propia. Encontré los sitios en los que las mujeres atienden las tiendas y los hombres las cantinas. En algún momento pensé en dormir en el vacío, con un paisaje montañoso al fondo, con un libro en la mano, y con la preocupación de que una sombra me asaltara.

Era muy temprano.

Si no tengo paciencia para morir y no tengo paciencia para vivir, cómo tendré paciencia para esperar el año nuevo si todavía no anochece. Como no anochecía seguí andando hasta la selva. Niebla y más niebla por un par de horas. Nada y más nada otro poco más.

Los caminos de niebla son desesperantes pero son hermosos. Son como uno. Tal vez miraba diez metros, tal vez cinco. La niebla es como la nada. La tomas con las manos y huye. No. Miento. No huye. La nada no huye. No tiene a dónde ir porque no es nada, la niebla tampoco tiene a dónde ir. Allí están ambas. ¿Son mi destino? La nada es mi destino. No sé si la niebla sea mi destino. Por algún momento lo fue. Parecía que no terminaría. Terminó en una pequeña ciudad con cierta magia. La brujería se respiraba en sus calles, en la iglesia principal, en los altares de las casas de alrededor. No era un buen lugar para terminar el año, tampoco era un buen lugar para iniciar otro. Era un buen lugar para huir, y huí de allí, sin combustible, a punto de quedarme a la deriva en medio de la nada, habiendo salido de la nada y huyendo hacia la nada, en la selva, en el color negro de la selva nocturna. Sólo quedaban dos o tres litros, pero llegué a la estación a tiempo, y de allí seguí por el verdor oculto entre la noche.

Arribé a otra ciudad pequeña, que no invitaba a esperar despierto el siguiente día. Era mejor dormir para seguir huyendo. Era mejor soñar (los sueños no eran paisajes, era una recamarera que me llevaba algo cuando yo estaba desnudo y después fornicábamos deliciosamente, sin siquiera saber nuestros nombres). Al amanecer me esperaría la niebla.

Niebla y más niebla. Paisajes con niebla. La selva. Las montañas con verdor selvático precediendo a las montañas con verdor boscoso. Pereciendo en el olvido. El goce interminable de la niebla, interminable por la niebla e interminable por el goce. Los caminos lentos. La vida. La muerte. Y al final la selva a mis espaldas, el bosque ante mis ojos, y una alfombra de nubes que me hace añorar la niebla y la nada. Como si la nada hubiera acabado a la par que la niebla.

El bosque es hermoso. Después viene el desierto. Después caminos interminables y la vuelta a casa. Claro, también el cerrajero.

No soy el mismo de cuando salí.

Crucé una puerta.

¿La niebla es una puerta?

No. Imposible. La niebla no es nada.

martes, 22 de abril de 2008

Deténte presa

El tiempo no para;
yo sí.
El silencio no suena;
soy como él.
El calor no quema;
yo me congelo.
El viento me sopla;
mis cenizas vuelan.
Es ruido. Es ansia.
Es una palabra que fluye.
Nadie la para.
¿Entonces quién me para a mí?

domingo, 20 de abril de 2008

La noche de la isla

La leyenda cuenta que en Budapest, el Rey Béla IV y su esposa Maria Laskarina, ofrecieron que su hija Margarita, nacida durante la invasión mongola, sería ofrecida a la religión a cambio de la liberación de Hungría, y desde los cuatro años la recluyeron en un monasterio; a los 10 años la enviaron al convento que habían mandado construir para ella, en la isla que lleva su nombre. Años más tarde la intentaron casar pero ella se resistió. Detrás de ella se desarrolló una leyenda que quedó plasmada en una obra literaria que es espejo de la vida en los monasterios de la edad media.
Entre odios y amores festejé mi 35 cumpleaños caminando al lado del río, entre Buda y Pest, apostando en los casinos, incluso ganando, bebiendo, disfrutando del reflejo de ambos lados de la ciudad en el Danubio.
La soledad me invadió ese día quizá como ningún otro.
Los recuerdos de esa noche son, sin embargo, gratos. Primero fue una cena con mis compañeros de viaje en un sitio dedicado al turismo, con bailes gitanos, alcohol, comida en abundancia, el sabor de la paprika y el gulash, y el toque final, un tipo idéntico a mi villano favorito de la política mexicana tocando el violín, con quien no resistí la tentación de tomarme una foto.
Después, también con los compañeros de viaje, que desconocían la celebración de mi cumpleaños, y que, con excepción de dos regiomontanos, nadie más habría sabido cantar las mañanitas, dimos un paseo en barco por el Danubio, al final del cual me separé del grupo y retomé reflexiones que habían quedado encerradas cuatro años atrás.
Gracias a ello pude volver a escribir para mí. En esos cuatro años había escrito muchas cosas. Artículos, un libro incluso, cientos de correos electrónicos. Pero la verdadera pluma se había detenido.
No volví a escribir de la noche a la mañana, pero sí renuncié a no escribir, sí renuncié al poder que me daba no escribir, no establecer murallas, sí renuncié a la renuncia que implicaba mi careta. Y extraño ese poder de no poder escribir.
Allí en la isla, no en la de Santa Margarita, sino en la isla interior, quedé arrinconado con una decisión postergada, no la de escribir, sino la de lanzarme hacia un abismo con la plena certeza de no morir al tocar el piso. La decisión postergada era la de ser fiel a mi corazón. Esa frase la he oido una y otra vez, cuando regreso a El Tigre y el Dragón, Sólo realiza sus sueños el que es fiel a su corazón.
En esa noche solitaria hubo decisiones tomadas de inmediato y hubo decisiones que maduraron semanas después. Al final de ellas las cosas han sido muy distintas de lo planeado. El dolor, ausente la noche de la isla, me ha acompañado, en un proceso de regresión incomprensible, una regresión hacia el punto en el que lo perverso estaba oculto y lo manifiesto era lo hermoso.
Hoy, que lo manifiesto es lo perverso y lo hermoso es lo oculto, que no sé si estoy en la isla o he salido de ella, que no se si me ahogo o ya aprendí a nadar contracorriente, sólo sé que esa noche decidí dejar la isla y nadar contracorriente, que me he asido de las piedras que encuentro en el camino, y que miro tierra firme, pero que nado y nado, sin asirme de nada, sabiéndome solo -como no me supe esa noche de soledad-, pero sin sentirme solo, en el esfuerzo más egoísta de todos, que es la supervivencia.
Creo que seguiré nadando así unos meses más, al cabo de los cuales sólo podrá haber dos cosas, excluyentes una de la otra, sedimentos de río, con sabor a mí; o habré llegado a tierra, tomado una bastida y conquistado un castillo, con una torre muy alta, desde donde miraré hacia la isla, con agradecimiento y descanso.

viernes, 18 de abril de 2008

Trofeos

No sé de dónde saqué la fuerza, pero subí el colchón dos pisos. Los de la tienda llegaron cuando yo no estaba así que lo dejaron a la entrada, en la cochera. Yo lo metí e intenté subirlo, lo fui rodando pero antes de diez escalones había una curva de 90 grados que me venció en varias ocasiones. Con ese peso encima me seguí esforzando y con estrategia fui aprovechando la fuerza de gravedad que me vencía para que el colchón pudiera dar la vuelta, y aunque era demasiado grande y yo estaba solo haciendo esa labor titánica, logré después de algunos intentos. Cuando llegué a la estancia tuve la tentación de dejarlo allí, y dormir en él, entre la sala y el comedor, que entonces estaban vacías. Sería mi primera noche en casa. Por alguna razón yo deseaba dormir en mi recámara. Decidí seguir luchando y pensé que lo que faltaba sería más fácil. No fue así, la mitad de la segunda escalera estaba en una dirección y la otra mitad en otra, así que el giro de 180 grados se veía cercano a imposible, cuando lo empecé a intentar. Estuve muchos más minutos dedicado a ese giro que a cualquier otro esfuerzo posterior o anterior con el colchón. La opción no fue subir cada escalón sino recargar el colchón en el barandal para que al brincarlo pudiera superar el escollo. El momento en que la mayor parte del peso del colchón estuvo en la parte alta había vencido una etapa del reto. Luego vino la etapa final, ya sin fuerzas. La logré no sé cómo. Y un último esfuerzo, ya en el segundo piso, por meter el colchón a la recámara. Una vez que estuvo en el suelo, me quité la ropa, apagué la luz y dormí.
Después vinieron los demás esfuerzos, primero con quien entonces era mi novia y con quien había perdido la pasión. Luego con quien intermitentemente era mi amante, permanentemente mi pasión, y posteriormente mi vida. Luego la ruptura y muchas más.
El capricho de un día, de dormir mi primera noche en casa, implicó un sacrificio tan grande sobre algo tan simbólico, que terminó por darme muchos trofeos.
Una vez llena la sala de trofeos no sé qué sigue. Ser un escritor ignoto no es un trofeo. Ser un político sin huestes no es un trofeo. Ser egoísta y mal amigo tampoco lo es. Ser una persona que vive más en la cabeza que en la realidad, menos. ¿Qué sigue?
No lo sé.

miércoles, 16 de abril de 2008

Cuándo

A penas voy a cumplir diez meses en esta cárcel y creo que ya no soporto un día más. No me siento con valor para hacer nada contra mí mismo, y sin embargo, si me preguntaras si preferiría morir o estar otro tiempo igual en esta situación, yo te respondería, sin dudarlo, que prefiero morir. Te lo digo y me sorprendo de lo fácil que es decir y lo difícil que es actuar. Ya me puedes poner una pistola, un veneno o una cuerda y verás que no me disparo, ni me enveneno ni me ahorco. En cambio sí te pediría que soltaras la cuerda que sostiene esa gran navaja de la guillotina que imagino.
Me siento tan vacío, tan preso en esta prisión, tan ahogado en esta asfixia, que cada paso hacia delante cuesta más trabajo que el anterior pues sé que no va hacia ningún lado, como no ha ido hacia ningún lado ninguno de mis pasos anteriores. He caído aquí en esta celda sin siquiera saber qué hice, no sé si soy inocente o soy culpable, ni siquiera me siento en un juicio kafkiano en el que no sé de qué se me acusa, sólo sé que no encuentro el mañana ni si algún día saldré de aquí.
Esto que te escribo no significa nada fuera de mi cárcel, ya lo podría haber imaginado y escrito desde el otro lado de las rejas, pero lo tuve que pensar dentro, dentro de mi agonía, de mi espera de la espera. Más fácil habría sido traicionar a mi patria, asesinar sin remordimientos, que esperar la muerte que no llega. Más fácil habría sido hacer lo necesario para merecer la pena de muerte en vida, que esperar sin merecer la pena de vida sin vida.
Estoy en uno de esos sitios en los que nada pasa, a pesar de que ayer un preso amaneció casi muerto porque le habían enterrado un picahielos, a pesar de que todos los días hay golpes, y a pesar de que siempre les quitan la comida a los presos más débiles, a los nuevos y a los que no pagan su cuota. Todos los días puede haber noticias, pero éstas son tan iguales a las demás, que la noticia sería la paz que nadie espera. Ni mi muerte sería noticia. Tampoco mi libertad. No tengo ni la una ni la otra. Cuándo, cuándo, cuándo.

lunes, 14 de abril de 2008

Medio milímetro

Tengo la barba de medio milímetro, porque soy de los que llevan cabellos de medio milímetro hasta en las entrañas del corazón. Una mínima dejadez en señal de lo sufrido, la resistencia a borrar por completo lo que hice ayer, y el coqueteo —con desdén— a un mañana promisorio que bien podría ser igual que el ayer, o bien podría estar lleno de vida o de muerte.

sábado, 12 de abril de 2008

Demasiado, carajo

No sé en qué momento se encendió la vela, pero estaba encendida, su lumbre alumbraba todo, alumbraba alrededor, alumbraba la obscuridad de nuestros corazones. La cera escurría, las figuritas de tamaño humano se deformaban conforme el calor iba derritiéndolas, desde la boca hasta los pies. Esos labios, carajo, esos labios, esos labios que se derretían sin que nosotros pudiéramos derretirnos. Tanto tiempo, carajo, tanto tiempo, tanto tiempo que estuvieron separados para en un solo instante unirse, encenderse, derretirse, fundirse … Y las maletas, carajo, y las maletas por allá, carajo, por allá, por qué no cuidan las maletas, por qué las decenas de personas que los están viendo, carajo, por qué las decenas de personas que los estamos viendo somos las que hemos de cuidarlas, si somos las que deseamos vivir lo que ellos viven, somos las que deseamos que el reloj se detenga desde el momento en que sus labios se unen hasta que se separan, un solo instante, eterno, siempre eterno, tan eterno como el siempre y que dure tanto para los de afuera, carajo, para los que los miramos, para los que tenemos que cuidar las maletas mientras él le da la bienvenida y ella termina de llegar, de pasar la aduana, de salir con su equipaje (dentro viene una corbata para él, un pisapapeles, una cucharita con el escudo de armas de no sé qué ciudad, una servilleta con un castillo impreso y una playera con un río y un puente), pero ella no lo recuerda, carajo, en serio no lo recuerda, porque en ese momento siente, siente los brazos que la rodean, siente sus labios, siente el esfuerzo de sus pies para elevar un poco su estatura, siente el movimiento de un pene sobre su vientre, siente que sus pechos se erizan al sentirlo a él, pero no siente que la miramos, no siente que cuidamos sus maletas y cuidamos los obsequios que no nos trajo, cuidamos y los cuidamos, los envidiamos, carajo, los envidiamos, prolongamos la espera de un familiar, de un amigo, de un amor, de un colega, prolongamos la larga espera en esa sala de espera frente a esas puertas de la espera, que se abren y se cierran, mientras ellos se besan. Son el beso más infinito, no por lo largo ni por el tamaño de sus bocas, sino porque nos contagia. No es el rostro de ella, que casi derrama lágrimas, ni el de él, que se ve débil, sumiso no ante ella sino ante un amor que lo vence, son los de ambos, carajo, rostros que parecieran haber esperado toda la vida para verse como se ven, enamorados, más que enamorados, como velas humanas, chorreando parafina dulce, ¡extraña parafina! pero la distancia fue eterna, duró el límite de la existencia, un poco más y ella habría muerto, un poco más y él habría enloquecido, pero los labios se unieron en el instante exacto, los labios se deformaron en la misma forma, los de arriba hacia atrás, los de abajo hacia abajo, los dientes presionándose, las narices compenetrándose como si fuesen gases, los ojos cerrados, cuatro ojos cerrados, pero decenas, tal vez cientos, abiertos, mirándolos, sin poder cuidar bien a bien la llegada de la persona que esperamos, sabiendo que no puede llegar en ese momento, pues el universo se detuvo, sólo ellos deciden cuándo ha de continuar su rumbo, sólo ellos, carajo, sólo ellos, y nosotros observamos, queremos sentir su amor pero no podemos, demasiado tarde para algunos, demasiado temprano para otros, demasiado distante, demasiado ajeno, o simplemente demasiado, carajo, demasiado para todos.

jueves, 10 de abril de 2008

Nos están viendo

Qué cosa es un rayo, dicen que es la descarga eléctrica de una nube hacia otra o hacia la tierra o el mar. Para mí es un desplante de sabiduría de las nubes, para demostrarnos que no sólo son capaces de llover, sino que tienen una serie de cualidades que ellas mismas deciden cuándo y dónde usarlas.
Los días soleados son soleados gracias a que las nubes deciden dejar libre el paso de la luz del sol. Los días lluviosos son aquellos en los que dejan aflorar su depresión, pues quién no habría de deprimirse si se la pasa volando, si sólo especula y especula, sin poner jamás los pies sobre la tierra. Así que los días lluviosos, las nubes lloran porque su dialéctica platónica les dice que es sabio llorar. Y sin embargo las nubes no son sabias porque lloran, pues cuántas veces no hacen estropicios con sus lágrimas, sino porque truenan.
En una descarga eléctrica los rayos buscan el punto más elevado de un lugar, lo cual obliga a que todas las antenas y altos edificios, tengan un pararrayos que atraiga el relámpago y a veces hasta lo aprovechen. Lo que no entiendo es cómo buscan el punto más alto si no tienen ojos para vernos. Allá, desde las nubes, la descarga eléctrica no sabe nada de lo que pasa en la tierra, no sabe cuándo un niño mama, cuando una niña estudia, cuándo un anciano repite la misma historia por enésima vez con algún nuevo detalle que lo convierte en héroe, o cuándo un rascacielos se yergue sobre una avenida llena de luz. No sabe nada pero prefiere irse sobre la figura más alta que encuentra. ¿Nos están viendo las nubes? ¿nos están viendo los rayos? Nos están viendo.
A veces creo que los rayos son el Robin Hood de las alturas, porque atacan al más grande, no al más pequeño e indefenso. Se lanzan y los acometen por grandotes, por poderosos, y si se trata de un árbol, los queman, si se trata de un edificio o una antena, ya la ciencia los ha vencido … por el momento, pues tarde o temprano los rayos inventarán algo nuevo.

martes, 8 de abril de 2008

Fábrica de personajes

Todos están en el lugar exacto en el momento justo. Ninguno aparece a destiempo. Nada podría yo hacer si se dejaran venir de un solo golpe. No. Tienen que ir apareciendo poco a poco, el panadero con la mercancía sobre la cabeza, la señora gorda con la bolsa del mandado, el perro malherido, el hombre de los tacos de canasta, los tres niños tomados de la mano en compañía de su madre. Los coches, los cláxones, el puesto de tortas, el de frutas, el de tacos de suadero, el charco, las bolsas de basura, el auto sobre la banqueta, el microbús atravesado, el limpiaparabrisas, el policía que nadie ve pero que incansablemente mueve la mano e indica a los conductores que hagan lo que más ganas tienen de hacer.
—Avance, avance, avance —escucho.
Una mano estirada me recuerda que debo aligerar mis bolsillos. Una pareja besándose me dice que tengo un mes sin hacer el amor y me refresca el ansia de regresar a esos tiempos en los que uno casi desnudaba a su novia bajo la lluvia, tanteando entre una selva desconocida el futuro por conocer.
Los personajes desaparecen a su tiempo. Ahora arriba una mujer alta, con grandes pechos, piernas deformes y una cara que no tuve tiempo de ver. Los demás vienen y se van casi con un ritmo perfecto. Pasan adolescentes y se empujan unos a otros, no me miran, casi me tiran. Llego a una esquina. Espero a que el semáforo detenga la circulación de la calle que quiero cruzar. A medida que los segundos pasan, más personajes se agolpan y bajan la banqueta, ninguno atraviesa, pero paulatinamente invaden los carriles que segundos después los demás habremos de andar. El rojo se pone para unos, el verde para otros. Los autos siguen pasando un instante más. Camino. Como si fuésemos a un combate, los personajes que me acompañan parece que se enfrentarán contra los que se dirigen hacia nosotros. Quién sabe cómo, pero superamos el escollo. Los personajes se dispersan.
De pronto, alguien le señala a un sacristán que es momento de entrar a escena. Jala la cuerda y suena la campana. Una y otra vez. No las cuento, no está en mi guión. Sólo recuerdo los últimos tres repiqueteos. La mayoría de los actores que me rodean comienza a bajar una escalera. Desaparecen. Tal vez están tras bambalinas, quizá se los tragó la tierra. Según la trama tomaron un tren hacia su casa. No sé. La verdad es que esa escena no me corresponde.
Más personajes y más personajes. Todos vestidos de distintos colores. A veces aparecen más y otras menos. ¿Acaso se diluyen las escenas? Me empiezan a faltar personajes. Comienza mi monólogo. Un coche lo interrumpe. Doy la vuelta y las notas desafinadas del violín de un viejo que sólo mira al piso me hacen meter las manos en los bolsillos. Simulo sacar algo. Me resisto. La diversidad de colores se pierde. Ahora entran en acción unos actores uniformados. Ellos traen pantalón gris con cuadros en verde; ellas, falda con la misma tela. Ambos visten una camiseta blanca y un suéter verde. Me pierdo en ellas. Miro sus piernas, algunas aún delgadas, infantiles; otras gordas, pero parejas; todavía no adquieren la suave figura de mis deseos. Cada vez me cuesta más trabajo esquivar a estos personajes. Lo logro. Van desapareciendo. Llega el momento de abrir la boca, al menos por un instante; un personaje me pregunta algo y debo contestar.
—Se sigue derecho dos cuadras, da vuelta a la izquierda, y va a encontrar la calle dos semáforos después.
El personaje sale de escena. Lo veo alejarse. Esa es la señal para que me agache a amarrarme las agujetas. Los truenos entran en acción. Acelero mi paso. No quiero mojarme, digo para mí; no debe mojarse, piensa el guionista. Los demás dicen lo mismo para sí. Alguno alista el paraguas. Caen las primeras gotas. Arrecian. Me resguardo bajo un pequeño balcón. Soy el primero en hacerlo, después van llegando los demás. Unos, mientras los otros personajes los miran, cierran sus sombrillas. Una joven de baja estatura mueve la cabeza de un lado a otro y acomoda su mojado pelo. Otro tiene la función de incomodarnos y prende un cigarro. Es el momento de que tosa. Mi actuación es falsa, es evidente que el director estuvo a punto de cortar la escena para repetirla. Se contiene. Espera a ver el desempeño del hombre que se acomoda el periódico sobre su cabeza y luego huye. Esa sí es una buena actuación. Veo que el hombre del cigarro avienta la colilla hacia un charco.
—Tssss —responde el agua al recibir el tabaco aún encendido.
Los que nos resguardamos de la lluvia vemos cómo un joven es empapado por el agua turbia que salpica un automóvil al pasar por un enorme charco provocado por los desniveles de la calle. No hay nada qué hacer. El personaje escurre agua. Las nubes dejan de hacerlo. Sentimos el deseo de despedirnos de nuestra breve convivencia bajo el balcón. Nos contenemos. Caminamos en zigzag, saltamos, evitamos gotas. Nos perdemos.
Veo que hay personajes secos y húmedos. Yo estoy entre los secos, salvo por el extremo inferior de mis pantalones, mis calcetines y mis zapatos. Viene un perro. Me olfatea. Lo evito. Volteo hacia atrás y miro cómo se detiene a mojar un árbol que ya había recibido suficientes líquidos minutos antes. Llega una escena difícil. Hay una obra. Lleva semanas, tal vez meses. Debo brincar montañas de lodo, hoyos, maquinaria. Los trabajadores no están. Sé que si hubieran aparecido en la escena en un momento anterior, la toma habría sido distinta. No valía la pena. De qué servía una banqueta llana si el guión decía que el personaje debía saltar y ensuciarse de lodo los zapatos.
Oscurece. Camino por el arroyo, como casi todos los personajes cuando el sol se oculta. Debemos mostrar miedo a la banqueta. Saco unas llaves. Miro hacia todos lados. Abro una puerta. Subo unas escaleras. Abro otra puerta. La escena cambia. Durante unas horas debo convivir con un número más pequeño de actores en un espacio reducido. Nos cruzamos. Intercambiamos palabras. Los sonidos se van perdiendo. Simulamos descansar. Los perros ladran a lo lejos. La alarma de un coche suena. Calla. Vuelve a sonar. Calla. Pasan unos minutos. Los ingenieros de sonido la activan nuevamente. Vuelve a callar. Duermo. Despierto. Escenas sucesivas en esa pequeña escenografía. El ruido aumenta. Pasos en las escaleras. Voces infantiles construyen monólogos simultáneos y nunca escuchados. Sólo una orden.
—Apúrate.
Desayuno con prisa. Me anudo una corbata que fue colocada ex profeso para la escena. Salgo del cuadro. Desciendo las escaleras y aparezco en otro cuadro. Camino por una avenida. Los niños cargan una mochila a sus espaldas. Los menos la llevan en la mano derecha. Algún otro, para dar credibilidad a la escena, la cambia a la izquierda. Otros no pueden porque en esa mano llevan la derecha de su madre. Los autos se agolpan en la puerta del colegio. Hay lugar más atrás y más adelante, pero todos quieren asegurarse de que los niños entren al otro escenario. Ese es su guión. El mío es seguir andando. Al menos un rato más.
Entran en acción los que comen tortas de tamal en alguna esquina. El vapor que emana de la olla me calienta. La mañana aún es fría aunque el día no lo será. Algún personaje con sombrero se atraviesa. No hay muchos, pero siempre los hay. Giro la cabeza para mirar cómo un vehículo le cierra el paso a otro, que a su vez responde con cinco toques del claxon.
De pronto mi visión se reduce y mi olfato se atrofia. Un enorme camión exhala humo negro. Todos lo miramos deseando que alguien lo desaparezca, pero la orden es que en ese instante un gran camión eche humo mientras ciertos personajes caminan cerca. Nadie puede ir a destiempo, reflexionamos, de lo contrario el lugar que utiliza el tractocamión sería ocupado por el automóvil de atrás, que dará la vuelta a la izquierda y que si lo hiciera antes podría atropellar a la anciana que con lentitud atraviesa la calle en este momento.
Me detengo a mirar en un puesto de periódicos. Pido un ejemplar. Alguien se me adelanta y pregunta por una revista. Paga con billete grande y se lleva el cambio que yo iba a ocupar para comprar el diario.
—¿No tiene cambio? —dice la voz del periodiquero.
Respondo que no y me voy con las manos vacías. Viene un personaje cantando. Su alegría parece no percatarse de mi presencia. Su canción se diluye con los pasos. Esquivo dos botes anaranjados que tienen decenas de bolsas colgadas a su alrededor. Me tapo la nariz y continúo. Veo pasar a más y más personajes. Me pierdo en ellos. Miro los árboles. No pienso en nada. O tal vez pienso en la forma de las hojas, de las nubes, en el ritmo de los pasos del que viene atrás, en el sonido que sale de una ventana, en la espuma del jabón con el que aquella persona barre la entrada de su tienda, en el color de ese auto, en las calaveras que recién le robaron, en la tapa rota del farol que la noche anterior permaneció apagado, en la coladera destapada y cargada de basura, en mis escenas del día de hoy, pienso en todo al mismo tiempo, en todo, menos en la mujer que deseo, es la única ausencia de mi pensamiento, todo menos la mujer que deseo, que en ese momento entra a la escena, radiante, su cabello recién lavado, un vestido blanco con algunas figuras estampadas. Primero pienso en las figuras hasta que ella entra en mi mente, por sus pechos firmes, su rostro perfecto y por nuestras miradas que se cruzan, que se encienden, que se atraen, que se acercan, se alejan, se desconectan, se pierden. Me detengo. Ella sigue su camino. Su olor no. Cierro los ojos y trato de retener su rostro. Se escapa. Siento un vacío terrible, me aferro a la imagen que se va. No puedo. Debo seguir andando para encontrarme con los demás personajes, de los cuales no sé nada, pero que vendrán cada uno a su tiempo. Ando. Ella también. Escenas separadas. Lo que no sé es si la mujer que deseo trató de aferrarse a mi rostro. No conozco su guión. No me dejan conocerlo. Si así fuera me saldría del mío e iría a su encuentro. También ella cambiaría su papel.
Camino. Un borrachín es el siguiente personaje. Entro a un edificio, muestro una credencial, suena una alarma, tomo mis llaves y las coloco sobre una charola de plástico. Las recojo luego de pasar por la puerta de la monotonía. Acciones repetidas durante varias horas entre personajes conocidos pero ajenos. Miro el reloj, huyo del lugar, mi escenario es de nuevo la calle. Busco un rostro y no lo encuentro. Cada vez son más personajes los que se me atraviesan. Todos están en el lugar exacto en el momento justo. Ninguno aparece a destiempo. Nada podría yo hacer si se dejaran venir de un solo golpe. No, tienen que ir apareciendo poco a poco, el panadero con la mercancía sobre la cabeza, la señora gorda con la bolsa del mandado, el perro malherido, el hombre de los tacos de canasta, los tres niños tomados de la mano en compañía de su madre. Los coches, los cláxones, el puesto de tortas, el de frutas, el de tacos de suadero, el charco, las bolsas de basura, el auto sobre la banqueta, el microbús atravesado, el limpiaparabrisas, el policía …

domingo, 6 de abril de 2008

Creer y querer; quererte y creerte

Más amor y más celos.
No, no, no, eso no es amor. Eso es manipulación de uno hacia el otro.
Vivan los celos que nos dieron conflictos que nos dieron pasión que nos dio amor. Viva el cielo que nos dio el amor y la entrega absoluta, sin remilgos, ni condiciones, ni celos.
Alguna vez vivi algo así. Tardes seguidas en las que llamé y ella, no importa quién, no me contestaba el teléfono. Tuve celos pero me detuve. Un día fui yo quien no contestó el teléfono y recibí un ataque fulminante de celos. Al día siguiente ella no contestó el teléfono por horas. Cuando finalmente contestó reclamé iracundo. Pidió perdón con tal desgano que no le creí. Prometió nunca más reclamar. Al final di con la prueba. No contestó porque estaba ocupada, y no podía pedir perdón con el corazón porque no deseaba pedir perdón.
Pero también ha sido al revés. También he sido yo auscultado. Inocente y culpable. Con y sin remordimientos. Y lo he negado todo. Por supuesto.
Y siempre va surgiendo algo nuevo. Y siempre en el camino vas encontrando pruebas para no creer cuando no tienes ninguna autoridad para reclamar. Una llamada no contestada, una contradicción, pretextos jamás demandados, citas pospuestas, señales que en lo individual te invitan a exceptuar y que en conjunto te llevan a desconfiar.
Pero no tienes autoridad, no tienes más que el deseo -imposible de frenar-, para no creer, y entonces, como un disparo de semen -incontrolable también- cierras los ojos y te descubres queriendo y creyendo, queriéndote, creyéndote. Hasta que otra vez, las contradicciones afloran, de uno o de otro, y uno u otro deja de creer y luego de querer. Y la historia comienza de nuevo.
(Hay seres maravillosos que no viven este conflicto entre creer y querer de una manera tan intensa, como nosotros los amorosos conflictivos)
Y aquí estamos de nuevo, creyéndote, y mañana queriéndote.
Carajo (carajito, nos autorreprendíamos en casa cuando éramos niños), por qué, si yo quiero quererte y creerte cinco mil disparos de semen y no sólo dos docenas.
Carajito, carajito.
Carajita preciosa. Qué tienes que ya creo que te quiero.

viernes, 4 de abril de 2008

Inquieto sin ti

A ti que me atormentas

Estoy inquieto.
Los árboles se agitan,
el cielo se nubla,
la tierra vuela,
caen algunas gotas gordas,
se hace de noche.
Siempre.
Contigo o sin ti.
Pero siempre pensando en ti.
¡Ya quiero mojarme!
Por ahora sólo estoy inquieto.
Eres sólo una amenaza
de tormenta.
Eres incertidumbre,
hojas cayendo,
tierra,
nubes,
noche.
Estoy inquieto.
¡Estoy inquieto!
Que llueva, que truene
que todo esto reviente
sobre mí.
Que tiemble,
que la lava corra.
Que sude,
que grite,
que vibre.
Que nuestros cuerpos
se enciendan,
porque estoy inquieto,
porque no puedo tocarte,
porque no puedo mirarte a ciegas,
porque no tengo permiso
para no estar inquieto,
ni para ser yo
dentro de ti.

miércoles, 2 de abril de 2008

Lucky-strike

Todo empieza y acaba en la misma calle, en el momento en que empieza y acaba la suerte, la suerte de verme y la suerte de verte, la suerte de verlos y vernos, como somos y como pensamos que somos. Yo tengo buena suerte, por lo general, pero he tenido rachas de mala suerte y de una suerte sorprendente, y hay quienes toda su vida atraen la buena o la mala suerte, quienes todos los días caen en un hoyo, se les descompone el auto o se les rompe un vaso, y otros que se encuentran dinero en la calle, lugar para estacionarse, su dulce favorito en oferta y uno que otro premio en la lotería. Todo es un golpe de suerte y un punto de vista.
Nos encontramos tres personajes en un mismo punto y nos alejamos a la misma velocidad con la que habíamos llegado a ese punto. Uno tiene mala suerte, al menos para esta ocasión, otro tiene buena suerte, también al menos para esta ocasión, y otro es el portador de la buena o mala suerte. Este último se llama como no importa que se llame, porque es nadie, porque no se ha bañado en lo que va del año ni se bañará en lo que resta, porque vive de lo que cae en sus manos todos los días, lava parabrisas, come frío y aspira cemento, pero eso no importa pues no tiene ni buena ni mala suerte, acaso tiene suerte, un automovilista que le da cinco pesos y otro que no le da las gracias, uno que le pide que limpie el vidrio de atrás y otro que pone los limpiadores en cuando salta el chorro de agua jabonosa. Eso es casi adolecer de suerte pero traer la suerte.
Uno de los dos personajes, el que tiene mala suerte, sea el otro o yo, eso no importa, se aproxima a su casa, y como le ocurre a menudo, ve al lavaparabrisas a lo lejos o a lo cerca, y en este caso se acerca. Lo considera de mal agüero. El otro personaje, el que tiene buena suerte, se aproxima también, pero no piensa si el muchacho sucio tiene suerte, mucho menos si la tiene buena o mala. Lo cierto es que el que tiene mala suerte sabe que algo malo le ocurrirá después de ver al que trae la suerte. El que tiene buena suerte, en cambio, acaba de vivir un hecho fortuito, se encontró al que tiene mala suerte y eso, sin duda, irá acompañado de buena suerte, así que el limpiador de vidrios ha cooperado para el afortunado encuentro entre los hombres de la buena y la mala suerte, así que es un ave de buen y mal agüero, y como tal no se le puede estigmatizar ni alabar, o quizá se le debe y ha de estigmatizar y alabar.
Los tres concurrieron al mismo punto, el de la mala suerte iba hacia el norte o hacia el sur, hacia el este o hacia el oeste, el de la buena suerte venía en sentido opuesto al de la mala, cada uno se dirigía a su destino, y el portador de la suerte se aproximó en forma perpendicular a la ruta de ambos, de tal suerte, que su suerte convergió en el mismo punto, dos de ellos caminando y el tercero agachado para recoger su botella de agua jabonosa.