La leyenda cuenta que en Budapest, el Rey Béla IV y su esposa Maria Laskarina, ofrecieron que su hija Margarita, nacida durante la invasión mongola, sería ofrecida a la religión a cambio de la liberación de Hungría, y desde los cuatro años la recluyeron en un monasterio; a los 10 años la enviaron al convento que habían mandado construir para ella, en la isla que lleva su nombre. Años más tarde la intentaron casar pero ella se resistió. Detrás de ella se desarrolló una leyenda que quedó plasmada en una obra literaria que es espejo de la vida en los monasterios de la edad media.
Entre odios y amores festejé mi 35 cumpleaños caminando al lado del río, entre Buda y Pest, apostando en los casinos, incluso ganando, bebiendo, disfrutando del reflejo de ambos lados de la ciudad en el Danubio.
La soledad me invadió ese día quizá como ningún otro.
Los recuerdos de esa noche son, sin embargo, gratos. Primero fue una cena con mis compañeros de viaje en un sitio dedicado al turismo, con bailes gitanos, alcohol, comida en abundancia, el sabor de la paprika y el gulash, y el toque final, un tipo idéntico a mi villano favorito de la política mexicana tocando el violín, con quien no resistí la tentación de tomarme una foto.
Después, también con los compañeros de viaje, que desconocían la celebración de mi cumpleaños, y que, con excepción de dos regiomontanos, nadie más habría sabido cantar las mañanitas, dimos un paseo en barco por el Danubio, al final del cual me separé del grupo y retomé reflexiones que habían quedado encerradas cuatro años atrás.
Gracias a ello pude volver a escribir para mí. En esos cuatro años había escrito muchas cosas. Artículos, un libro incluso, cientos de correos electrónicos. Pero la verdadera pluma se había detenido.
No volví a escribir de la noche a la mañana, pero sí renuncié a no escribir, sí renuncié al poder que me daba no escribir, no establecer murallas, sí renuncié a la renuncia que implicaba mi careta. Y extraño ese poder de no poder escribir.
Allí en la isla, no en la de Santa Margarita, sino en la isla interior, quedé arrinconado con una decisión postergada, no la de escribir, sino la de lanzarme hacia un abismo con la plena certeza de no morir al tocar el piso. La decisión postergada era la de ser fiel a mi corazón. Esa frase la he oido una y otra vez, cuando regreso a El Tigre y el Dragón, Sólo realiza sus sueños el que es fiel a su corazón.
En esa noche solitaria hubo decisiones tomadas de inmediato y hubo decisiones que maduraron semanas después. Al final de ellas las cosas han sido muy distintas de lo planeado. El dolor, ausente la noche de la isla, me ha acompañado, en un proceso de regresión incomprensible, una regresión hacia el punto en el que lo perverso estaba oculto y lo manifiesto era lo hermoso.
Hoy, que lo manifiesto es lo perverso y lo hermoso es lo oculto, que no sé si estoy en la isla o he salido de ella, que no se si me ahogo o ya aprendí a nadar contracorriente, sólo sé que esa noche decidí dejar la isla y nadar contracorriente, que me he asido de las piedras que encuentro en el camino, y que miro tierra firme, pero que nado y nado, sin asirme de nada, sabiéndome solo -como no me supe esa noche de soledad-, pero sin sentirme solo, en el esfuerzo más egoísta de todos, que es la supervivencia.
Creo que seguiré nadando así unos meses más, al cabo de los cuales sólo podrá haber dos cosas, excluyentes una de la otra, sedimentos de río, con sabor a mí; o habré llegado a tierra, tomado una bastida y conquistado un castillo, con una torre muy alta, desde donde miraré hacia la isla, con agradecimiento y descanso.
domingo, 20 de abril de 2008
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