Cuando era un niño de unos diez años estaba jugando en casa de unos amigos “Monopolio”, y nos acompañaba su papá. Cuando llegó la mamá saludó a sus hijos y luego escuché un “hola flaco”, lo que de inmediato me interpeló y yo respondí “hola” y en ese momento me percaté de que la señora saludaba así a su marido, y entonces me sentí apenado, me ruboricé y no dije nada a nadie, pero en los días posteriores, y aún en los años posteriores, recordaba con tanta pena el suceso como si realmente hubiera sido trascendente. Lo que sí, no fue el único hecho de esa naturaleza que, siendo una nimiedad, me producía una extraña sensación tanto en el cuerpo como en la mente, que me hacía soltar frases aisladas sin ninguna relación, pero en todo caso fundadas en la idea de reivindicarme … conmigo mismo. Esa ha sido mi vida y esa también mi afición por El Proceso de Kafka, porque como José K., me siento juzgado y no sé de qué me juzgan, pero a la inversa del clásico kafkiano, el juez soy yo mismo sin darme cuenta.
La angustia forma parte de esos momentos que pasan del minuto al día como si se tratara de encender una lámpara o el televisor. La vida se detiene y uno lanza frases aisladas, como si con ellas lograra transformar el hecho que en la mente nos trastorna como trastornaría a casi cualquier persona haber cometido un asesinato o haber atropellado a alguien. Y lo que son las cosas, a veces un hecho mucho más grave, mucho más cuestionable, podría ser motivo de mayor angustia y se queda olvidado conforme pasan las horas. Nunca recuerdo con angustia los momentos en los que la imprudencia infantil me pudo haber llevado a la muerte o a heridas graves, y sí mi respuesta de “hola” ante un “hola flaco” que no era para mí.
sábado, 26 de abril de 2008
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