martes, 8 de abril de 2008

Fábrica de personajes

Todos están en el lugar exacto en el momento justo. Ninguno aparece a destiempo. Nada podría yo hacer si se dejaran venir de un solo golpe. No. Tienen que ir apareciendo poco a poco, el panadero con la mercancía sobre la cabeza, la señora gorda con la bolsa del mandado, el perro malherido, el hombre de los tacos de canasta, los tres niños tomados de la mano en compañía de su madre. Los coches, los cláxones, el puesto de tortas, el de frutas, el de tacos de suadero, el charco, las bolsas de basura, el auto sobre la banqueta, el microbús atravesado, el limpiaparabrisas, el policía que nadie ve pero que incansablemente mueve la mano e indica a los conductores que hagan lo que más ganas tienen de hacer.
—Avance, avance, avance —escucho.
Una mano estirada me recuerda que debo aligerar mis bolsillos. Una pareja besándose me dice que tengo un mes sin hacer el amor y me refresca el ansia de regresar a esos tiempos en los que uno casi desnudaba a su novia bajo la lluvia, tanteando entre una selva desconocida el futuro por conocer.
Los personajes desaparecen a su tiempo. Ahora arriba una mujer alta, con grandes pechos, piernas deformes y una cara que no tuve tiempo de ver. Los demás vienen y se van casi con un ritmo perfecto. Pasan adolescentes y se empujan unos a otros, no me miran, casi me tiran. Llego a una esquina. Espero a que el semáforo detenga la circulación de la calle que quiero cruzar. A medida que los segundos pasan, más personajes se agolpan y bajan la banqueta, ninguno atraviesa, pero paulatinamente invaden los carriles que segundos después los demás habremos de andar. El rojo se pone para unos, el verde para otros. Los autos siguen pasando un instante más. Camino. Como si fuésemos a un combate, los personajes que me acompañan parece que se enfrentarán contra los que se dirigen hacia nosotros. Quién sabe cómo, pero superamos el escollo. Los personajes se dispersan.
De pronto, alguien le señala a un sacristán que es momento de entrar a escena. Jala la cuerda y suena la campana. Una y otra vez. No las cuento, no está en mi guión. Sólo recuerdo los últimos tres repiqueteos. La mayoría de los actores que me rodean comienza a bajar una escalera. Desaparecen. Tal vez están tras bambalinas, quizá se los tragó la tierra. Según la trama tomaron un tren hacia su casa. No sé. La verdad es que esa escena no me corresponde.
Más personajes y más personajes. Todos vestidos de distintos colores. A veces aparecen más y otras menos. ¿Acaso se diluyen las escenas? Me empiezan a faltar personajes. Comienza mi monólogo. Un coche lo interrumpe. Doy la vuelta y las notas desafinadas del violín de un viejo que sólo mira al piso me hacen meter las manos en los bolsillos. Simulo sacar algo. Me resisto. La diversidad de colores se pierde. Ahora entran en acción unos actores uniformados. Ellos traen pantalón gris con cuadros en verde; ellas, falda con la misma tela. Ambos visten una camiseta blanca y un suéter verde. Me pierdo en ellas. Miro sus piernas, algunas aún delgadas, infantiles; otras gordas, pero parejas; todavía no adquieren la suave figura de mis deseos. Cada vez me cuesta más trabajo esquivar a estos personajes. Lo logro. Van desapareciendo. Llega el momento de abrir la boca, al menos por un instante; un personaje me pregunta algo y debo contestar.
—Se sigue derecho dos cuadras, da vuelta a la izquierda, y va a encontrar la calle dos semáforos después.
El personaje sale de escena. Lo veo alejarse. Esa es la señal para que me agache a amarrarme las agujetas. Los truenos entran en acción. Acelero mi paso. No quiero mojarme, digo para mí; no debe mojarse, piensa el guionista. Los demás dicen lo mismo para sí. Alguno alista el paraguas. Caen las primeras gotas. Arrecian. Me resguardo bajo un pequeño balcón. Soy el primero en hacerlo, después van llegando los demás. Unos, mientras los otros personajes los miran, cierran sus sombrillas. Una joven de baja estatura mueve la cabeza de un lado a otro y acomoda su mojado pelo. Otro tiene la función de incomodarnos y prende un cigarro. Es el momento de que tosa. Mi actuación es falsa, es evidente que el director estuvo a punto de cortar la escena para repetirla. Se contiene. Espera a ver el desempeño del hombre que se acomoda el periódico sobre su cabeza y luego huye. Esa sí es una buena actuación. Veo que el hombre del cigarro avienta la colilla hacia un charco.
—Tssss —responde el agua al recibir el tabaco aún encendido.
Los que nos resguardamos de la lluvia vemos cómo un joven es empapado por el agua turbia que salpica un automóvil al pasar por un enorme charco provocado por los desniveles de la calle. No hay nada qué hacer. El personaje escurre agua. Las nubes dejan de hacerlo. Sentimos el deseo de despedirnos de nuestra breve convivencia bajo el balcón. Nos contenemos. Caminamos en zigzag, saltamos, evitamos gotas. Nos perdemos.
Veo que hay personajes secos y húmedos. Yo estoy entre los secos, salvo por el extremo inferior de mis pantalones, mis calcetines y mis zapatos. Viene un perro. Me olfatea. Lo evito. Volteo hacia atrás y miro cómo se detiene a mojar un árbol que ya había recibido suficientes líquidos minutos antes. Llega una escena difícil. Hay una obra. Lleva semanas, tal vez meses. Debo brincar montañas de lodo, hoyos, maquinaria. Los trabajadores no están. Sé que si hubieran aparecido en la escena en un momento anterior, la toma habría sido distinta. No valía la pena. De qué servía una banqueta llana si el guión decía que el personaje debía saltar y ensuciarse de lodo los zapatos.
Oscurece. Camino por el arroyo, como casi todos los personajes cuando el sol se oculta. Debemos mostrar miedo a la banqueta. Saco unas llaves. Miro hacia todos lados. Abro una puerta. Subo unas escaleras. Abro otra puerta. La escena cambia. Durante unas horas debo convivir con un número más pequeño de actores en un espacio reducido. Nos cruzamos. Intercambiamos palabras. Los sonidos se van perdiendo. Simulamos descansar. Los perros ladran a lo lejos. La alarma de un coche suena. Calla. Vuelve a sonar. Calla. Pasan unos minutos. Los ingenieros de sonido la activan nuevamente. Vuelve a callar. Duermo. Despierto. Escenas sucesivas en esa pequeña escenografía. El ruido aumenta. Pasos en las escaleras. Voces infantiles construyen monólogos simultáneos y nunca escuchados. Sólo una orden.
—Apúrate.
Desayuno con prisa. Me anudo una corbata que fue colocada ex profeso para la escena. Salgo del cuadro. Desciendo las escaleras y aparezco en otro cuadro. Camino por una avenida. Los niños cargan una mochila a sus espaldas. Los menos la llevan en la mano derecha. Algún otro, para dar credibilidad a la escena, la cambia a la izquierda. Otros no pueden porque en esa mano llevan la derecha de su madre. Los autos se agolpan en la puerta del colegio. Hay lugar más atrás y más adelante, pero todos quieren asegurarse de que los niños entren al otro escenario. Ese es su guión. El mío es seguir andando. Al menos un rato más.
Entran en acción los que comen tortas de tamal en alguna esquina. El vapor que emana de la olla me calienta. La mañana aún es fría aunque el día no lo será. Algún personaje con sombrero se atraviesa. No hay muchos, pero siempre los hay. Giro la cabeza para mirar cómo un vehículo le cierra el paso a otro, que a su vez responde con cinco toques del claxon.
De pronto mi visión se reduce y mi olfato se atrofia. Un enorme camión exhala humo negro. Todos lo miramos deseando que alguien lo desaparezca, pero la orden es que en ese instante un gran camión eche humo mientras ciertos personajes caminan cerca. Nadie puede ir a destiempo, reflexionamos, de lo contrario el lugar que utiliza el tractocamión sería ocupado por el automóvil de atrás, que dará la vuelta a la izquierda y que si lo hiciera antes podría atropellar a la anciana que con lentitud atraviesa la calle en este momento.
Me detengo a mirar en un puesto de periódicos. Pido un ejemplar. Alguien se me adelanta y pregunta por una revista. Paga con billete grande y se lleva el cambio que yo iba a ocupar para comprar el diario.
—¿No tiene cambio? —dice la voz del periodiquero.
Respondo que no y me voy con las manos vacías. Viene un personaje cantando. Su alegría parece no percatarse de mi presencia. Su canción se diluye con los pasos. Esquivo dos botes anaranjados que tienen decenas de bolsas colgadas a su alrededor. Me tapo la nariz y continúo. Veo pasar a más y más personajes. Me pierdo en ellos. Miro los árboles. No pienso en nada. O tal vez pienso en la forma de las hojas, de las nubes, en el ritmo de los pasos del que viene atrás, en el sonido que sale de una ventana, en la espuma del jabón con el que aquella persona barre la entrada de su tienda, en el color de ese auto, en las calaveras que recién le robaron, en la tapa rota del farol que la noche anterior permaneció apagado, en la coladera destapada y cargada de basura, en mis escenas del día de hoy, pienso en todo al mismo tiempo, en todo, menos en la mujer que deseo, es la única ausencia de mi pensamiento, todo menos la mujer que deseo, que en ese momento entra a la escena, radiante, su cabello recién lavado, un vestido blanco con algunas figuras estampadas. Primero pienso en las figuras hasta que ella entra en mi mente, por sus pechos firmes, su rostro perfecto y por nuestras miradas que se cruzan, que se encienden, que se atraen, que se acercan, se alejan, se desconectan, se pierden. Me detengo. Ella sigue su camino. Su olor no. Cierro los ojos y trato de retener su rostro. Se escapa. Siento un vacío terrible, me aferro a la imagen que se va. No puedo. Debo seguir andando para encontrarme con los demás personajes, de los cuales no sé nada, pero que vendrán cada uno a su tiempo. Ando. Ella también. Escenas separadas. Lo que no sé es si la mujer que deseo trató de aferrarse a mi rostro. No conozco su guión. No me dejan conocerlo. Si así fuera me saldría del mío e iría a su encuentro. También ella cambiaría su papel.
Camino. Un borrachín es el siguiente personaje. Entro a un edificio, muestro una credencial, suena una alarma, tomo mis llaves y las coloco sobre una charola de plástico. Las recojo luego de pasar por la puerta de la monotonía. Acciones repetidas durante varias horas entre personajes conocidos pero ajenos. Miro el reloj, huyo del lugar, mi escenario es de nuevo la calle. Busco un rostro y no lo encuentro. Cada vez son más personajes los que se me atraviesan. Todos están en el lugar exacto en el momento justo. Ninguno aparece a destiempo. Nada podría yo hacer si se dejaran venir de un solo golpe. No, tienen que ir apareciendo poco a poco, el panadero con la mercancía sobre la cabeza, la señora gorda con la bolsa del mandado, el perro malherido, el hombre de los tacos de canasta, los tres niños tomados de la mano en compañía de su madre. Los coches, los cláxones, el puesto de tortas, el de frutas, el de tacos de suadero, el charco, las bolsas de basura, el auto sobre la banqueta, el microbús atravesado, el limpiaparabrisas, el policía …

No hay comentarios: