Me subo al auto y el que va lento estorba, el que me rebasa tiene más prisa de vivir y de morir, y el que se me empareja es mi espejo, huye de la soledad y va tras ella, se derrumba y se yergue, se vive y se muere, como yo, cuando yo, y desde donde yo huyo.
Una terracería no me dice nada, el camino es difícil, las llantas patinan, a veces siento que el vehículo se volteará, y yo quedaré siempre hacia arriba, la cabeza no puede unirse al suelo, no se unirá nunca jamás. Desde el suelo no se contemplan igual las cosas. Los paisajes. Los paisajes.
¿Qué tienen los paisajes que mientras más corro más se aquietan?
La vuelta al mundo en grande. La vuelta al mundo en pequeño. Subo por la 105 y bajo por la 85. En algún momento salgo del camino y vuelvo a él kilómetros adelante. Hay todo en el ínterin. Hay todo. También hay nada.
Estoy yo.
Está el paisaje.
Barrancas de mil colores. Ríos. Desiertos. Niebla. Lluvia. Verde. Y más verde. Viajo desde la nada hasta la nada. La primera nada soy yo, es mi alma, mi soledad, mi compañera. Es nada, y nada más puedo describir de ella que el nada, pero el nada no tiene descripciones (no es nada). La segunda nada es mi destino, no encuentro mi destino ni tengo prisa por encontrarlo, al fin y al cabo en él no hay nada, es tan vacío como la nada (tampoco es nada).
Recuerdo mi partida desde casa. Madrugué y empaqué con prisa. Olvidé todo. Cuando quise regresar por la cámara fotográfica y el vino, ya las cerraduras me habían prohibido la entrada. Dos de ellas se descompusieron al mismo tiempo. Era imposible que yo las abriera. Un ladrón tampoco lo habría hecho. Por más que me aferrara a quedarme sin destino, el barco que me conducía hacia él zarpó sin dejarme regresar.
No sabía a dónde iba.
No lo supe nunca.
Un año terminaba y otro comenzaba (en algún lugar del mundo ya había quedado atrás el año viejo). No sabía dónde amanecería y no sé aún si ya amanecí o si el mundo amaneció. Simplemente pisé el acelerador y me fugué de mí como si quisiera ignorar que yo mismo iba conmigo.
Encontré los sitios en los que la vida es más extraña que la mía propia. Encontré los sitios en los que las mujeres atienden las tiendas y los hombres las cantinas. En algún momento pensé en dormir en el vacío, con un paisaje montañoso al fondo, con un libro en la mano, y con la preocupación de que una sombra me asaltara.
Era muy temprano.
Si no tengo paciencia para morir y no tengo paciencia para vivir, cómo tendré paciencia para esperar el año nuevo si todavía no anochece. Como no anochecía seguí andando hasta la selva. Niebla y más niebla por un par de horas. Nada y más nada otro poco más.
Los caminos de niebla son desesperantes pero son hermosos. Son como uno. Tal vez miraba diez metros, tal vez cinco. La niebla es como la nada. La tomas con las manos y huye. No. Miento. No huye. La nada no huye. No tiene a dónde ir porque no es nada, la niebla tampoco tiene a dónde ir. Allí están ambas. ¿Son mi destino? La nada es mi destino. No sé si la niebla sea mi destino. Por algún momento lo fue. Parecía que no terminaría. Terminó en una pequeña ciudad con cierta magia. La brujería se respiraba en sus calles, en la iglesia principal, en los altares de las casas de alrededor. No era un buen lugar para terminar el año, tampoco era un buen lugar para iniciar otro. Era un buen lugar para huir, y huí de allí, sin combustible, a punto de quedarme a la deriva en medio de la nada, habiendo salido de la nada y huyendo hacia la nada, en la selva, en el color negro de la selva nocturna. Sólo quedaban dos o tres litros, pero llegué a la estación a tiempo, y de allí seguí por el verdor oculto entre la noche.
Arribé a otra ciudad pequeña, que no invitaba a esperar despierto el siguiente día. Era mejor dormir para seguir huyendo. Era mejor soñar (los sueños no eran paisajes, era una recamarera que me llevaba algo cuando yo estaba desnudo y después fornicábamos deliciosamente, sin siquiera saber nuestros nombres). Al amanecer me esperaría la niebla.
Niebla y más niebla. Paisajes con niebla. La selva. Las montañas con verdor selvático precediendo a las montañas con verdor boscoso. Pereciendo en el olvido. El goce interminable de la niebla, interminable por la niebla e interminable por el goce. Los caminos lentos. La vida. La muerte. Y al final la selva a mis espaldas, el bosque ante mis ojos, y una alfombra de nubes que me hace añorar la niebla y la nada. Como si la nada hubiera acabado a la par que la niebla.
El bosque es hermoso. Después viene el desierto. Después caminos interminables y la vuelta a casa. Claro, también el cerrajero.
No soy el mismo de cuando salí.
Crucé una puerta.
¿La niebla es una puerta?
No. Imposible. La niebla no es nada.
jueves, 24 de abril de 2008
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